viernes, 28 de noviembre de 2008

Veintiocho.

La luz del mediodía le dio de lleno en la cara. Se la tapó perezosamente con la almohada, pero pronto encontró inútil la tarea de intentar dormir de nuevo. Parpadeó un par de veces hasta que fue capaz de acostumbrarse a la claridad, y, cuando consiguió centrar su visión, se asustó. Palpó las inmaculadas sábanas de lino con desconfianza. Se sentó en la cama y observó su reflejo en el tocador.
Parecía haber envejecido diez años. Unas ojeras violáceas ensombrecían sus ojos castaños y le habían borrado todo signo de jovialidad. Su piel había perdido toda blancura y presentaba un tono amarillento. Tenía el pelo revuelto y un sudor frío recorría su frente y su espalda.
Catherine acarició delicadamente su abultado vientre y sonrió. Llevaba seis meses allí pero aún no se había acostumbrado a aquella cama, ni a aquella habitación. Pensó en su cuarto de la Vipére y casi pudo sentir el olor a incienso que impregnaba siempre la habitación, el calor de las velas, la suavidad del terciopelo de la colcha, la oscuridad de las telas, la penumbra…
Y sin embargo allí todos los muebles eran de un color suave, pálido, y toda la tela era de un blanco luminoso, al que no estaba acostumbrada. La sobriedad no daba lugar a ningún tipo de adorno más allá de un crucifijo simple encima del cabecero.
Pensó, indefectiblemente, en Victoria, y el estómago le dio un vuelco. Las palabras que le había gritado aquella última noche aún resonaban con total intensidad en su cabeza y, en sus días más bajos, eran capaces de arrancarle las más amargas lágrimas.
No había vuelto a verla y le llenaba de angustia pensar que jamás volvería a hacerlo. Pero ya no podía quejarse. Tenía al hombre más maravilloso del mundo sólo para ella, y, pronto, tendría a un hijo suyo entre los brazos.
Era feliz, absurdamente feliz, cuando no recordaba su pasado, pero era difícil no pensar estando postrada en aquella cama prácticamente las veinticuatro horas del día desde hacía meses.
Fue a levantarse pero un fortísimo dolor en la espalda le obligó a pararse. Intentó volverse a tender pero se vio imposibilitada. Intentó avanzar, pero entonces un dolor mucho más fuerte en el abdomen le obligó a parar. Se abrazó la abultada barriga como si intentara protegerla de un enemigo externo, pero el dolor estaba allí dentro de ella, consumiéndola.
De pronto, sintió el camisón extrañamente húmedo y pegado a su cuerpo. El pánico se apoderó de su ser: la sangre manaba a borbotones de entre sus piernas.
-¡Lilianne! ¡Lilianne! -aulló entre lágrimas, abrazándose de nuevo el vientre. -No, mi pequeño, -sollozó -tú tienes que vivir, tienes que ser el heredero de esta familia...
Cuando vino el médico, el agotamiento había podido con ella. Catherine despertó horas después y su vientre ya no presentaba ningún signo de haber albergado a un niño. Leonard estaba allí, vigilante. Ella esperaba palabras de consuelo y cariño y sólo encontró una mirada fría, dura, llena de reproche.
-No sirves para nada.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Veintiuno.

La lluvia caía incesante sobre la ciudad. Miré distraídamente las gotas estallar contra el cristal, inapetente, extrañamente malhumorada. Hundí la cara entre los surcos del terciopelo del diván y Antoine se acercó a mí con gesto preocupado.
Petite! ¿Otra vez ese maldito bastardo?
No le hacía falta verme la cara para saber que había estado llorando. Se acercó a mí, hincó la rodilla contra el sillón y me zarandeó, suave pero firmemente.
-Guarda tus lágrimas para el día en el que algún desalmado me mate –acarició mis mejillas y sonrió. Me hubiera gustado responderle con una sonrisa, pero mis músculos se negaban a tensarse y sólo fui capaz de bajar la mirada. –Me parece increíble que un señorito de tan alto linaje pero tan bajo honor haya sido capaz de marchitar la flor más bella de todo el local. ¿Dónde está mi pequeña Victoria, aquella seductora jovencita que podía enloquecer a los más maduros hombres con una simple mirada?
-Muerta, Antoine, muerta –Y no mentía. Me costaba respirar. Mi cerebro se negaba a obedecer y me había sumido en una especie de vacío, en un letargo en el que sólo Edouard tenía cabida. Mis horas se reducían a pensar en él, y cada momento y cada palabra se transformaban en una lágrima.
-¡No digas tonterías, Victoria! –se levantó de un salto con la agilidad de una gacela y me encaró. Un rizo pelirrojo le cayó graciosamente sobre la frente y se lo apartó con un ademán. –Cualquier hombre estaría encantado de ocupar su lugar, y sé de ciertas mujeres que también.
-No lo entiendes –esbocé una sonrisa adusta, amarga.-A mí me dan igual los demás. Lo único que quiero es lo único que no consigo. Me pide matrimonio y un mes después ya está casado con otra. Y, para colmo de males, debo agradecerle que no me dejara plantada en el altar. No puedo quitármelo de la cabeza ni un momento; es más, cuanto más lejos está, más tiempo pasa en mi cerebro. ¿Lo merezco? ¿Realmente merezco esto? Me arrancaría el corazón de buena gana si consiguiera olvidarlo…
Sentí deseos de llorar otra vez. Hundí la cara contra las palmas de las manos y seguí sollozando incoherencias, olvidándome por un momento de que Antoine estaba a mi lado. Me echó un brazo por los hombros y me atrajo hacia él. Me recosté en su pecho, fuerte aunque no excesivamente musculoso, y le rodeé la cintura con el brazo.
-Nadie dijo que fuera fácil, cherie. Tus días seguirán siendo largos y dolorosos, pero llegará un momento en el que el sol vuelva a alumbrar el camino. Y ahí estaré yo. Y también Cath, y nuestra Madame. El que no es capaz de apreciar la perfección, no debe contemplarla, y mucho menos tener acceso a ella.
Me aferré a esas palabras como creo que sólo he hecho un par de veces más en mi vida. Acerqué los labios a su oído, y aunque fue apenas un susurro, pudo oír un “te quiero”.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Doce.

Candice se sentía terriblemente sola en aquel lugar lleno de gente. Se agazapó en la esquina, amparada por la penumbra de las velas y lámparas de gas y la embriaguez de sus moradores, que no repararían en ella.
Clavó la mirada en Victoria. Era, sin duda, la persona que más admiraba de toda la Vipère, más incluso que a la Madame, que la había recogido cuando no era más que una pobre niña rebuscando en la basura cualquier cosa que llevarse a la boca para engañar al estómago. Era hermosa, pero, ¿qué chica de la Vipére no lo era? Incluso ella misma era más linda que Victoria. No, no era su belleza lo que le gustaba a Candice, sino el carisma que desprendía, esa aura de seguridad en sí misma y dominio que la caracterizaban. Y era tan sociable…
Envidiaba profundamente a Catherine por tener la posibilidad de compartir sus secretos, de conocer su ser. A Antoine, por poder tocarla con familiaridad, por ser el destinatario de sus sonrisas. A la Madame, por ser capaz de consolarla y ayudarla en los momentos más duros y miserables.
Se dio cuenta entonces de que un profundísimo deseo hacia Victoria la embargaba y la sensación de vértigo la apresó por completo. Sintió miedo: no sólo deseaba ser como ella; la deseaba a ella. Deseaba poder ser ese caballero joven y apuesto que solía visitarla asiduamente, verla desnuda, poseerla, saber que disfrutaba estando a su lado.
Justo en ese instante, Victoria se dirigía hacia ella, bamboleando coquetamente las caderas y saludando a hombres de aquí y allá. Candice enrojeció y se pegó más a la pared, deseando desaparecer. Pero Victoria reparó en su presencia y le sonrió. Una sonrisa sólo para ella, radiante, maravillosa. Candice notó un desagradable vacío en el estómago.
Victoria nunca sería suya. Nunca. Y nunca sería como ella. Nunca.
Se dirigió lentamente por entre las sombras hasta la puerta trasera del burdel. Cogió un raído abrigo del perchero y caminó sin rumbo fijo hacia el canal.
-No lo soporto más –repetía una y otra vez mientras sus bolsillos se llenaban de piedras.
El río se extendía ante ella, turbio, alterado. Notó la fría brisa de noviembre acariciar su piel y revolver su pelo rubio. Cada paso que daba estaba más cerca del fin. Dejó que cada momento feliz la embargara. El agua gélida le calaba los huesos y pronto inundó su boca y su nariz. El aire no llegaba bien a sus pulmones. Su cuerpo se resistía y se negaba a no nadar. Pero el recuerdo de Victoria acudió a su mente. De haber podido sonreír, lo hubiera hecho. Su sonrisa…
No más dolor para Candice. Jamás.