jueves, 18 de junio de 2009

Dedicatoria.


A las tres maravillosas mujeres que son mi vida, y a aquel hombre que ya no tiene cuerpo pero siempre permanecerá en mi mente. A Chrys. A Alba.


A todas aquellas personas que, bien en público, bien desde la sombra (¡sé que existís, lo sé!) han seguido durante este año las aventuras de esta pobre alma descarriada. Aún quedan muchas historias por contar, pero no debéis preocuparos, puesto que algún glorioso día las tendréis en las manos, completas, para seguir disfrutando, como espero que hayáis hecho, sin las interrupciones propias de la inestabilidad emocional de su autora.
Sólo os pido que no abandonéis este espacio; pronto tendréis noticias mías.
Mientras, mi blog personal (Anhedonia, con su correspondiente link a la derecha) se reabrirá y mejorará.
Gracias.

Agradecimientos.

No hay un hueco para ti en la primera página de mi libro, pero, como te dije que haría, te lo dedico. Debo agradecerte que me obligaras a vivir en una frustración perpetua y que me enseñaras que hay formas mucho más sutiles de hacer daño, como una caricia o un beso. Debo agradecerte, a pesar de todo esto, que despertaras en mí el deseo, la obsesión, el amor.
Porque sin tu desdén, tu maravilloso y exquisito desdén, y tu caos inspirador, yo no sería lo que soy, ni hubiera escrito lo que hoy lees.
Puede que en ocasiones anhelara no haberte conocido jamás. ¿Cómo podría hacerlo ahora? Gracias a ti creé Rotten World. Gracias a ti he podido cumplir el principio de uno de mis mayores sueños. ¿No te parece grandioso que de algo tan simple como un “me arrepiento”, o del banal sentimiento de ser usada, haya podido producirse algo así?
Como ves, tienes más de lo que mereces: una página entera en exclusiva para ti y una obra que es tuya por derecho.
Gracias, Raúl.

miércoles, 17 de junio de 2009

Final.

Tenía el pelo revuelto, hecho una maraña de nudos y suciedad. Bajo los párpados, una sombra violácea contrastaba con el carmín de las marcas de arañazos. Sus ojos, antes grises y profundos, a ratos brillaban con el fulgor de la locura y a ratos se apagaban como una llama agitada por el viento, carentes de todo hálito vital. Los labios, secos y agrietados, presentaban pequeños cortes en las comisuras, y tenían marcas de haber intentado ser cosidos. No vestía más que una camisa de fuerza sobre el camisón de algodón, que dejaba ver, donde antes había habido músculo, una piel cetrina recubriendo el hueso.
Catherine sintió deseos de llorar al ver así a su Victoria. Cuando los sanadores le permitieron pasar, ella pareció reconocerla y sonrió. Catherine le devolvió la sonrisa y se acercó, olvidando toda precaución, para abrazarla.
-Si mi señor esposo nos ve quizá se enfade, pequeña- susurró en su oído, con un deje de miedo y satisfacción mezclado en su voz.
-No, Victoria, él ya sabe que estoy aquí. Ha dado su permiso. –Se sentía estúpida por contribuir a que creyera sus propias mentiras, pero no le quedaba remedio.
-Bien, bien -. Asintió, complacida, y cruzó las piernas. – Te ofrecería algo de beber, pero le he dado el día libre a mis sirvientas.
-No importa. –Catherine tragó saliva y la miró afectivamente. -¿Te tratan bien aquí?
-Todo lo bien que le pueden tratar a una señorita de mi linaje en este cuchitril. Echo de menos nuestro palacio, hermana, pero mi señor está tan atareado con sus negocios…
Catherine intentó disimular su incredulidad y cerró la boca, que luchaba por trazar una o de sorpresa. Victoria no podía ser aquel ente sentado ante ella: cierto es que tenia su voz y su gesto, que incluso ahora aparentaba la serenidad de antaño, pero su fuerza, su orgullo, todo rastro de vitalidad, habían desaparecido. Maldijo una y mil veces a Decroix y su incompetencia, porque él la había obligado a darse a la locura.
-Victoria, ¿qué son esas marcas bajos tus ojos?
Vaciló durante un momento, evaluando a Catherine con la mirada.
-Vi algo que no debía ver de mi amado esposo. Prefería arrancarme lo ojos antes que traicionarlo.
Catherine sintió un escalofrío. -¿Y las marcas de la boca, flor?
Suspiró y bajó los ojos como una niña arrepentida.
-Edouard dice que hablo demasiado. Le molestan mis quejas, pero –bajó la voz hasta que se convirtió en un susurró- él no entiende que el malestar es normal durante el embarazo. Me cosí la boca para no molestarlo, pero mis sirvientas me obligaron a descoserme. –Se alteró visiblemente y gritó: -¡Malditas ellas, malditos todos!
Victoria había perdido al niño que llevaba dentro apenas un mes después de que Edouard dejara la Vipére. Fue un durísimo golpe para ella ver la sangre manar de entre sus piernas y saber que había perdido toda oportunidad de volver a verle, de quedar unida a él. Se convenció de que era lo mejor, pero nunca fue capaz de superarlo.
-No te preocupes, Catherine –dijo de pronto Victoria, sobresaltándola. El brillo en sus ojos era demencial. –Nunca he sido más feliz que ahora.

lunes, 15 de junio de 2009

Quince.

Abrí los ojos y la nada se extendió ante mí. Los cerré, asustada, y la misma oscuridad de antes volvió a atraparme. Un frío seco e inmutable cargaba la atmósfera y erizaba el vello de mi piel desnuda. Aún no había conseguido acostumbrarme al ruido sordo y lejano de un goteo constante que me estaba haciendo enloquecer. Busqué a tientas una sábana con la que arroparme y el tacto áspero del cubre colchón me hizo desistir. Me abracé las rodillas, temblando. Y allí estaba él.
Era incapaz de verle en aquella hermética negrura, pero hubiera podido captar su olor incluso entre la inmundicia más absoluta. Ni siquiera la penetrante mezcla de desinfectante y humedad que impregnaba todo era capaz de cubrirlo.
-Has venido.
Mi voz fue apenas un susurro, apagado por las miles de emociones que se entrecruzaban en mi cabeza. Extendí una mano y pronto se entrelazó con la suya. La acercó a sus labios; su aliento cálido me hizo estremecer. Apartó el pelo de mi cuello y lo acarició. Sonreí y supe que él también lo hacía. Con un ágil movimiento, se tumbó en la cama, a mi espalda, rodeándome. La tela de su traje era suave y agradable, y apoyé todo mi peso contra él, deseosa de su contacto. Recorrió con un dedo la curva de mis pechos hasta llegar al vientre. Trazó círculos alrededor de mi ombligo casi con mimo.
-Lo sabías y por eso has venido, ¿verdad?
Asintió. Un nudo me apretó el estómago y no sabría explicar si fue por la emoción de las expectativas cumplidas, el miedo a aceptar el futuro o el inmenso alivio de no verme sola.
-Gracias…
Me giró hacia él y lo abracé con fuerza. Hundí la cara en sus hombros. Dejé que alguna lágrima indecente saliera de su prisión: me sentía tan feliz que ya nada importaba.
-Sabía que no me dejarías sola. A pesar de todo, el futuro es nuestro. He soñado tantas veces con este momento…
Se levantó despacio. Le agarré de la muñeca, apretándola contra el colchón.
-No te vayas. No, no vuelvas a irte. Te necesito, ahora más que nunca. Mi amor…
Pero él seguía en silencio. Me miró durante un momento, evaluándome, y deseé con todas mis fuerzas que hiciera caso de mis súplicas. Me abrazó. Acarició mi pelo con los labios; aquel acercamiento fue tan placentero que cerré los ojos durante un momento, dejándome llevar…
Y cuando los abrí de nuevo, él ya no estaba a mi lado.
Y yo seguía con las rodillas abrazadas, temblando de frío, como si nada hubiera pasado.
Lloré, grité, pataleé y maldije durante todas las horas que mis escasas fuerzas me permitieron, sin saber si ya había llegado el día o seguía sumida en una noche eterna. Nadie se interpuso; nadie vino para calmarme.
Aquel día, presa de mi delirio, me aferré a la idea de que volvería a buscarme.
Volvió.
Vivimos la vida que siempre quisimos tener.
Que yo siempre quise tener.

sábado, 13 de junio de 2009

Trece.

Su cuerpo pasó de cama en cama todas las noches después de aquélla. Aprendía de las experimentadas mujeres de los bajos fondos y practicaba con cualquiera que estuviera dispuesto, en cualquier momento y lugar.
Abandonó el hotel un par de días después, cuando encontró por casualidad la tarjeta que aquel desconocido le había ofrecido el primer día que llegó. El edificio era sobrio, de un color café triste y apagado. No tardó en descubrir que todo en aquella casa era así; todo excepto el hijo pequeño, poco menor que ella. Christine lo observaba maravillada tocar el piano de manera casi furtiva, buscando los momentos en los que nadie pudiera interrumpirle. Sentía lástima por él, tan creativo, tan alegre, encerrado entre tanta sobriedad.
No se quedó allí más de una semana, lo suficiente para organizarse y buscar recursos. Nada parecía ser de su agrado, nada respondía a sus apetencias.
Hasta que la vio.
Aquella mañana del final del otoño encontró lo que siempre había buscado. Un edificio alto, de fuertes vigas de madera y diseño elegante se extendió ante ella como por casualidad. Christine observó anonadada sus jardines, su altura, sus ventanales amplios. Giró sobre sí misma y reparó de pronto, como si todo hubiera aparecido por casualidad, que estaba rodeado de teatros, en un lugar refinado y elegante, pero, aún así, alejado del mundanal ruido.
Pagó cuanto se pedía por él y horas más tarde el edificio era suyo.
Se marchó sin despedirse. Ni siquiera recogió sus pertenencias; no las necesitaba en su nueva vida.
Antoine corrió durante horas amparado por las sombras. Cuando paró, exhausto y magullado, el río se extendía ante él, ancho y lúgubre, colmado de pequeñas embarcaciones y grandes flotas.
Sólo el murmullo tenue del fluir del agua enturbiaba la paz reinante. Antoine se sintió libre por primera vez en su vida. Respiró aquel aire contaminado, dejó que inundara sus pulmones. Se habría tirado de buena gana a aquel torrente gritando como un loco, saboreando la independencia. Pero una figura femenina rompió la magia con su presencia
Al principio no la reconoció, pero, en cuanto la luna bañó sus facciones finas, no supo si sentirse aliviado o salir corriendo. Se quedó allí, rígido, hasta que ella, que había tenido los ojos azules clavados en él en todo momento, se acercó sigilosamente.
-¿Has venido a buscarme?
Antoine la miró sin comprender, frunciendo el ceño. Negó con la cabeza despacio.
-Bien, porque no pienso volver.
-Yo tampoco.
Christine lo miró largamente, estudiándolo.
-Eres demasiado bueno para ellos –sentenció. -¿Tienes algún lugar al que ir?
-No, y supongo que tú tampoco.
-Te equivocas –chascó la lengua y le dedicó una media sonrisa. -¿Te gusta el nombre de “La Vipére Noire”?
-Suena exótico. ¿Qué es?
Ladeó la cabeza y clavó la mirada en el. –Mi nuevo hogar. Y el tuyo.

jueves, 11 de junio de 2009

Once.

Abrí el joyero cubierto de terciopelo y saqué con delicadeza una a una las numerosas alhajas que estaban dentro. Alcé la tapa de un pequeño compartimento y retiré un camafeo, poco mayor que la moneda más valiosa, engarzado en un marco de rosas y espinas realizado en plata. Lo miré largamente, con el cerebro anegado de un extraño vacío. Cerré la mano con fuerza en torno a él, notando cómo se clavaba en mi piel, cómo la plata abría un pequeño surco, luchando por hacer manar la sangre de mí.
Sonreí y salí de la Vipére cuando el alba aún no era más que un leve resplandor dorado sobre los edificios. El viento helado de la mañana me hizo estremecer, pero pronto me acostumbré a su acariciante contacto. Caminé absorta por las calles empedradas, alejándome con cada paso de la fría tranquilidad de los jardines que rodeaban nuestro edificio rosado. Los teatros vecinos dormían, exentos de toda la magia que poseían al anochecer.
Se avecinaba un día claro; apenas unos cuantos jirones entorpecían el liso firmamento. El morado de los minutos previos al amanecer se diluía en un azul celeste vivo y la luna, eterna observadora de las desdichas humanas, había dejado de brillar, eclipsada por el sol de primavera.
El verano tocaba a su fin cuando Edouard pisó por primera vez mi hogar. Las tormentas eran frecuentes y el bochorno, agobiante. Llegó un día de repentina calma, con aquella mirada altiva y esa sonrisa desdeñosa siempre en los labios. Fui la primera y eso, incluso ahora, me llena de una extraña sensación de orgullo, a pesar de que para mí no me fue excesivamente especial.
No volví a verle hasta que las primeras hojas cayeron. El frío aún no era intenso, pero las lluvias, mis odiadas lluvias, eran constantes. No volvimos a separarnos, al menos no en un sentido netamente emocional, hasta un año después.
Aquel tiempo fue… feliz. Sí, creo que esa es la palabra más adecuada para describirlo. No era una felicidad como la sentida antaño, fruto de la inocencia; era una felicidad retorcida y, en ocasiones, muy dolorosa, pero me hacía sentir plena. Si él estaba cerca, no necesitaba más. Cada minuto de mi vida lo pasaba pensando en él, aunque cualquier otro hombre ocupara mi cama. Sus celos enfermizos no eran un impedimento para mí; es más, me divertían hasta límites insospechados.
Las discusiones se interpusieron entre nosotros poco a poco, creando un muro que, con el tiempo, se haría inexpugnable. Su presencia me ahogaba, me robaba el aire que antes solía darme.
Intentó arreglarlo cometiendo el mayor error: me prometió una vida que jamás sería capaz de darme. No hablo de dinero, a la familia Decroix le sobraba, hablo de amor, eternidad, decencia, familia. Me prometió un nuevo apellido, un futuro lleno de gloria.
Cuántas mentiras.
Aún no soy capaz de comprender cómo aguanté tanto dolor, cómo fui capaz de desearle, de abandonarme a él sin reservas, de dárselo todo a cambio de nada.
Sin embargo, le amo por encima de todo lo que alguna vez consideré importante. Sólo tendría que volver a darme esperanzas para que lo siguiera de cabeza dejando atrás todo lo demás sin ninguna consideración.
Estúpido, ¿no creéis?
Para encontrar al culpable de esto no debo hacer más que mirarme a un espejo. Yo hice que se fuera, yo me obligué a olvidar, yo preferí morir en su memoria rápida e indoloramente antes que diluirme con el tiempo hasta ser un recuerdo ocasional, una cara más de tantas.
Yo asumo las consecuencias de mis actos, no así Edouard, que tan pronto deseaba tenerme como no volver a verme. Era una relación tan abusiva…
Ya no quiero sufrir ese desgaste emocional. Ni por él, ni por ningún otro.
Me senté en la orilla y alcé el camafeo por encima del agua que fluía mansamente en el canal. Dejé que se deslizara entre mis dedos, notando cómo la seda acariciaba mi piel. Un instante de duda nubló mi razón; un miedo intenso me estrujó el pecho. Aquello era lo único que me quedaba de él. Tirarlo supondría empezar de cero…
Al borde de un abismo profundísimo, sola, ¿qué otra cosa podría hacer?
Cayó.
Apenas noté el chapoteo. Miré anonadada el sol poniente durante un par de horas más, hasta que las sombras se apoderaron de la ciudad. Cuando volví, Madame Black me esperaba en el diván de mi cuarto.
-Lo he tirado.
Sonrió.
-Ya eres libre.


Porque todo se acaba y yo sigo aquí.

domingo, 31 de mayo de 2009

Treinta y uno.

-¡Victoria, Victoria!
Catherine me dio un par de violentos manotazos en los brazos con el fin de despertarme, a los que yo respondí lanzando un pequeño gruñido y dándole la espalda.
-¡Victoria, despierta! –chilló con la voz más aguda que pudo.
Sus grititos infantiles me desesperaban, así que no me quedó más remedio que abrir los ojos y sentarme en la cama para hacerle ver que mi atención era toda para ella.
-¿Qué quieres, pequeña flor? ¿Para qué me molestas a estas horas?
-¿A estas horas? –señaló a la ventana y, a continuación, puso los brazos en jarra.- No seas holgazana, hace un par de horas que pasó el mediodía.
Resoplé y me desplomé contra el colchón. Catherine estaba realmente bella aquella mañana de septiembre: el pelo castaño, recogido en un elaborado moño que seguramente había hecho Antoine, relucía bañado por los rayos de sol; los ojos, de un tono dorado, parecían aún más grandes que de costumbre; su vestido verde de raso, más ceñido que nunca. Incluso pude comprobar que se había empolvado la cara y dado carmín en los labios.
-Adivina qué –dijo sonriendo ampliamente.
Arqueé una ceja. –¿Me has despertado sólo para jugar a las adivinanzas? –resoplé. –Chérie, ¿en qué estás pensando?
-Oh, no seas tonta, Vic. –Frunció la boca y se acercó a la ventana dando pequeños saltitos fruto de una infantil emoción. –Mira.
Me levanté refunfuñando y seguí la dirección que su dedo índice pegado al cristal marcaba. Un hombre rubio, apuesto y elegantemente ataviado salía de un carruaje lujoso, con un ramo de rosas rojas en una mano. En un primer momento me costó reconocerlo, no se diferenciaba mucho de los clientes habituales de la Vipére, pero pronto llegaron a mi mente trozos de una conversación.
-¿Es ese tal Diehl que llegó hace un par de noches?
-Sí. Esas flores son para mí, seguro. ¿Estoy guapa? – se alisó los pliegues del vestido y se miró las puntas de los pies. Levantó la cabeza, expectante.
-Como siempre – sonreí.
Pero el desconcierto me había hecho un nudo en la boca del estómago. Aquel hombre lo había mirado todo de una forma tan despectiva que sentí deseos de demostrarle cuán exquisitas podíamos ser las chicas de la Vipére, pero cuando lo vi cortejar a Catherine con tanta decisión, supe que algo iría mal. Y verle ahora con aquel ramo no mejoraba la sensación.
Catherine ya bajaba ruidosamente las escaleras cuando me puse en camino. Le abrió la puerta nerviosamente. Él le tendió el ramo justo en el momento en el que estábamos frente a frente. Me lanzó una mirada desafiante, despectiva, que no le devolví. Me limité a observar cómo él hincaba una rodilla en el suelo mientras se quitaba el sombrero en una pronunciada reverencia.
-Cásate conmigo, Catherine. –dijo sonriéndola, sosteniendo un anillo entre los dedos finos.
Cath miró el diamante anonadada, sin creerse aún que le estuviera sucediendo aquello precisamente a ella. Me dedicó una sonrisa inocente, y cuando se mordió el labio y clavó los ojos en Diehl estaba radiante de emoción.
Aceptó. Se fundió con él en un abrazo. La retuvo, la impidió despedirse.
Ella no volvió a mirar atrás.

Y ahora andaba sola, desangrada, ciega por las lágrimas de impotencia y miedo.
Antes de que se diera cuenta, la puerta de la Vipére se alzó ante ella, resplandeciente, majestuosa.
Estaba a salvo.
Volvía a casa.

martes, 26 de mayo de 2009

Veintiséis.

El viaje en barco había sido cómodo; el dinero de su herencia se había encargado de ello. Apenas había salido de su camarote de madera y lino, lujosamente decorado con flores frescas, demasiado asqueada para escuchar los cacareos de las damas de su clase. Caminar sobre la cubierta del barco en movimiento había supuesto para ella un desafío que no fue capaz de superar; las náuseas la vencieron antes de conseguir caminar un par de metros. Pasó entonces las horas durmiendo o leyendo en su camarote, hasta que por fin llegó a su destino.
La nueva ciudad la recibió radiante y bulliciosa. Los gritos de los vendedores de pescado se mezclaban con los de las mujeres de los marineros que arribaban en el puerto. Christine contempló extasiada sus cuerpos jóvenes siendo alzados por manos fuertes y curtidas, sus expresiones de felicidad y alivio. Caminó entre puestos y niños cargando con pesadas maletas de piel y un par de sombrereros de tela, hasta que un hombre fornido de ojos porcinos y gran estatura se cruzó en su camino.
-Disculpe señorita, pero he visto que no la espera nadie. ¿Hacia dónde se dirige?
Christine titubeó unos instantes, haciendo un cálculo mental del dinero del que disponía. Sonrió y su voz sonó encantadora y sumisa cuando le pidió que llevara las maletas al hotel más lujoso de la ciudad. Admiró durante el trayecto los edificios altos que se extendían a ambos lados, maravillándose de la decoración exterior, tan excesiva, tan coherente. Aquel desconocido la ayudo a bajarse del carruaje extendiéndole una mano cortésmente, que ella aceptó de buena gana.
-Edwald Dubois, para servirla. –Extendió un pequeño trozo de papel. Christine lo miró con desconfianza, pero lo aceptó, y se sorprendió de su tacto rugoso. –Si necesita algo, no dude en ponerse en contacto conmigo.
El tiempo pareció volar: las gestiones del hotel, el traslado del equipaje, las indicaciones sobre los próximos eventos a los que se supone que debía ir. No vio necesario buscarse una nueva identidad; París la había recibido con los brazos abiertos: allí nadie la conocía, nada podía ir mal.
Decidió explorar su nuevo hogar. Cuando entró en los bajos fondos de la ciudad, arrastrada sin consciencia, el hedor de la muerte, la enfermedad y la podredumbre le llenaron las fosas nasales con tal fuerza que tuvo que contenerse para no vomitar. Los niños famélicos la observaban con los grandes ojos sin brillo abiertos de par en par y las ratas habían salido a su encuentro como curiosos habitantes. Caminó hacia una taberna sucia y maloliente. El tabernero mellado restregaba un trapo ennegrecido con ahínco contra una jarra que parecía no poder estar más sucia. Todas las cabezas se giraron para verla cuando entró, y los codazos y las risitas pronto rompieron el silencio inicial. Un par de hombres se le acercaron tanto que el olor a rancio y a cerveza negra consiguieron hacer que el suelo le girara bajo los pies.
Pero cuando llegó él, se dejó agasajar. Su piel era curtida y muy morena, con brazos fuertes y manos grandes, y una espalda ancha y musculosa que a Christine le cautivó desde el principio. Tenía el tabique nasal roto y una cicatriz que le atravesaba parte de la mejilla izquierda, pero no le importó.
Se la llevó tras una pequeña puerta de madera, en la que ella no habría reparado si no hubiera sido por él. La empujó a la cama con violencia, quitándole la ropa con manos torpes. No supo desabrochar las lazadas del corsé, así que se limitó a sacarle como puedo los pechos para mordisquearle los pezones con saña. La ropa de él había desaparecido en cuestión de segundos, y Christine no habría sabido decir después si en algún momento la llevaba puesta.
Nunca sintió un dolor más intenso que entonces, cuando creyó notar cómo la carne trémula se desgarraba y la sangre manaba de ella. Intentó gritar y a punto estuvo de ahogarse con la lengua de él, que se movía casi al compás de sus caderas. Quiso quitárselo de encima, pero cuando estuvo más dentro de ella, Christine se quedó momentáneamente en blanco. Ya no sentía aquella indescriptible quemazón entre las piernas, sino algo más dulce, un impulso eléctrico que la hizo jadear.
Él estalló con un gemido ronco y se alejó de su cuerpo húmedo. Comenzó a vestirse y ella le miró sin comprender.
-Un placer, preciosa. –dijo socarronamente, tirándole un pequeño fajo de billetes al camastro.
Christine aún tardó un rato en vestirse y salir de aquella habitación de paredes roídas por las humedades y el tiempo. Se quedó allí, con los ojos fijos en el techo descorchado, durante unos minutos que parecieron eternos. Se puso la ropa, sintiéndose sucia.
Quería más.

martes, 19 de mayo de 2009

Diecinueve.

Los labios finos estaban curvados en una sonrisa idiota que acababa coronada por dos carrillos rosados que marcaban aún más la redondez de la cara. Los ojos pardos brillaban de admiración y sus manos regordetas se agarraban al brazo de Edouard como si quisiera ponerlo a su altura. Él hablaba sin mirarla, pero de vez en cuando le lanzaba alguna sonrisa cortés.
Habría podido decir que era bonita en cualquier otra circunstancia. La observé durante un tiempo más, manteniendo la distancia prudencial que la carretera me proporcionaba. Un apretadísimo corsé afinaba su cintura, pero las caderas sobresalían sin poder ser ocultadas por el jacquard que las cubrían. Sin duda, le daría hijos sanos y fuertes.

Propicié el encuentro cuando el sol brillaba en lo más alto, rodeado por apenas un par de nubes bajas. Caminé con determinación hacia ellos, fingiendo un paseo matutino hacia la iglesia. Me detuve en una pastelería justo por delante de ellos. Observé mi reflejo: nadie podría decir que una prostituta se ocultaba tras el rostro sin un ápice de maquillaje llamativo y el vestido cerrado de algodón negro. Atusé el tocado que sujetaba el prieto moño sobre la nuca con las manos enguantadas y esperé a que acabara reparando en mí.
-¡Victoria…!
Mi nombre escapó de sus labios siendo apenas un susurro, pero ella pareció darse cuenta y, después de mirarlo sorprendida, giró la cabeza siguiendo la dirección que sus ojos marcaban. Me observó inquisidoramente, frunciendo el ceño.
-Oh, señor Decroix, no esperaba encontrarme con usted por aquí.
Sonreí. Edouard me miraba atónito, con los ojos muy abiertos. Abrió la boca para decir algo pero la cerró inmediatamente. Ella frunció aún más el ceño y su mirada le pedía explicaciones a gritos.
-Ella es…
-Victoire de Salambre –incliné la cabeza ligeramente y le dediqué la más encantadora de mis sonrisas-, encantada de conocerla.
Edouard se limitó a asentir, aún atónito pero con la compostura recuperada. Ella pareció vencer su desconfianza e inclinó a su vez la cabeza.
-Marie Constanze Cabarrouy, duquesa de Lille. Encantada, señora. ¿Cómo es que nunca os he visto por el Salón de La Gare?
-Hace poco tiempo que vivo en París. Mi marido y yo vivíamos en Marsella, pero sus negocios nos han traído a la capital. Ya se sabe, los comerciantes siempre se mueven al ritmo que marca el mejor postor.
-¿Su marido es comerciante? ¿A qué se dedica? –Aunque trataba de sonar amistosa, la irritación afloraba en cada palabra.
-Al hierro y al acero, como el señor Decroix. –Sonreí y me alisé los pliegues de la falda.–Me temo que he de marcharme. No me gustaría llegar tarde a la iglesia. Un placer conocerla, señorita Cabarrouy.
Caminé con paso ligero, dejando atrás la pareja. Sentía deseos de gritar y de llorar, pero no dejé que aquello me influyera. Sabía que estaba comprometido, siempre lo había sabido, pero encontrarlos allí, tener que fingir que mi única relación con la familia Decroix es a través de un marido que no existía…



He vuelto.
¿Para quedarme?

sábado, 28 de febrero de 2009

To Be Continued...

Últimamente me cuesta demasiado escribir.
Esta entrada es totalmente a título personal; no habla Victoria, sino su pobre y miserable creadora.
Necesito alejarme un tiempo de esta historia, que no es otra que la mía propia; centrarme en otros proyectos; evolucionar.
No quiero decir con esto que vaya a cerrarlo o abandonarlo como ha pasado con tantas otras cosas. No podría hacerlo aunque quisiera, a pesar de que Rotten World supone revolver un pasado lacerante y aún latente. Un pasado que jamás podré enterrar en lo más profundo de la memoria, como me gustaría hacer, pero del que necesito distanciarme.
No perdáis la paciencia; pronto volveré.

sábado, 31 de enero de 2009

Treinta y uno.

Finísimas gotas de lluvia comenzaron a golpear mi piel. Caminé calle arriba lo más rápido que mi recatada falda de tweed me permitía. La poca gente que aún paseaba a la caída del sol corría buscando refugio y pronto me quedé sola en las amplias calles empedradas. El frío era intenso y cortante; el viento aullaba entre las construcciones.
Un grito rasgó el silencio, haciéndose más agudo conforme mis pasos avanzaban. Se le unió otro, y después otro más. Se unieron a ellos voces masculinas extrañamente familiares. Al principio los sonidos se confundían y entremezclaba, imposibilitando su óptima captación, pero en cuanto me detuve, cada palabra comenzó a ser perfectamente audible.
-¡Puta, te vendí! ¡No sirves para nada! ¡Dejaré que te violen una y otra vez si con eso consigo algún beneficio!
En un primer momento pensé que se trataba de una de las constantes peleas de las parejas de los bajos fondos, pero ninguna ventana parecía abierta, ningún sonido estridente parecía enturbiar la paz.
-¡Maldita furcia! ¡Haz lo que te ordeno! ¡He pagado mucho dinero por ese pequeño cuerpo y no voy a desperdiciarlo!
Giré la cabeza a cada lado de la calle, extrañamente turbada. Mis ojos buscaban un resquicio, una puerta abierta, pero todo parecía haber sucumbido a una calma atemporal. Y la voz seguía gritando...
-¡Inútil! ¡No mereces vivir!
La lluvia caía con violencia; el mundo giraba velozmente a mi alrededor. Las voces ahora tenían caras, caras dolorosamente conocidas, que seguían aullándome improperios. Me tapé los oídos violentamente mientras me agazapaba contra el interior del portal. No quería oír aquello más, pero mis gritos no conseguían silenciar las palabras. La primera lágrima rodó por mi mejilla y estalló en el suelo. El resplandor mortecino de un relámpago la guió en su camino. La lluvia golpeaba el asfalto con tanta furia como si quisiera hundirlo. Yo había perdido absolutamente la noción del tiempo y estuve allí acurrucada luchando contra mi bullicio interno durante lo que me pareció una eternidad. Decidí no hablar de esto con nadie: yo no estaba loca…

miércoles, 28 de enero de 2009

Veintiocho.

-No sirves para nada.
Catherine lo miró sin comprender. Estaba exhausta a pesar de las innumerables horas de sueño; la tristeza caía sobre ella como una losa y se había adueñado de sus ganas de vivir.
Un sentimiento de culpabilidad extremo se apoderó de ella y sintió miedo. Nunca había visto los ojos castaños de Léonard brillar con tal fiereza, ni su semblante adoptar una expresión tan grave, cercana al odio. Se quedó ahí parada sin saber cómo actuar, esperando.
-Eres una completa inútil, niña. –Se levantó casi sin mirarla, como si así pudiera borrar su presencia. Catherine sintió cómo sus ojos se inundaban de lágrimas y su barbilla comenzaba a temblar. Musitó su nombre, pero él siguió su camino sin hacerle el menor caso. Ella reunió toda la fuerza que su pobre cuerpo le permitió y gateó sobre la cama hasta él.
-¡Léonard, mi amor! No te vayas así, yo…
-Calla.
El bofetón resonó en toda la estancia. Catherine cayó hacia atrás con todo su peso; la quemazón en la mejilla era casi insoportable. Un dolor agudísimo en la muñeca la hizo sollozar y él detuvo en seco su avance.
-¡Calla, puta! ¿Te parece eso dolor?
Aquel golpe fue más fuerte. Intentó protegerse con las manos pero él le retorció la muñeca. El crujido fue aterrador; su grito desgarró el silencio. Pero Léonard estaba poseído por un sentimiento maligno, un maremágnum de odio y furia.
-¡Tú has perdido a mi hijo! ¡Tú, bastarda!, –aulló mientras la pegaba aún con más fuerza. -¡Sólo tenías que darme eso y no has sido capaz!
Catherine se retorcía violentamente tratando de esquivar sus puñetazos, pero estaba extenuada. Gritaba pidiendo auxilio pero ninguna criada acudía a su encuentro: allí no estaba Mousse para socorrerla con sus varoniles brazos.
De pronto, tan rápido como había empezado, él se levantó y se fue. Se atusó la ropa sin siquiera mirarla y la dejó allí tirada. Catherine se acomodó con dificultad en la cama, temerosa de que un movimiento brusco acrecentara el dolor. Sin embargo, ningún dolor podría ser más intenso que tener que soportar aquella mirada. Cerró los ojos para no ver la sangre que manaba a borbotones de su labio partido crear un cerco a su alrededor. Se agazapó como pudo, sintiéndose débil y desprotegida. No era más que una pobre niña magullada…

lunes, 19 de enero de 2009

Diecinueve.

Cuando uno de los empleados de la familia Decroix llegó a la Vipére con un sobre para mí, no pude sino sorprenderme. Saqué el pequeño trozo de papel y enseguida descubrí su caligrafía pequeña y desigual.
A las 7 un coche pasará a buscarte. No acepto un “no” por respuesta. Edouard
Sonreí, y, durante un perverso momento, pensé en negarme, pero la curiosidad era más fuerte que cualquier deseo de molestarle. Levanté la vista hacia el hombre, que me miraba expectante, y asentí, sacando de la cómoda unas cuantas monedas y depositándolas en sus manos.
Pasé todo el día dándole vueltas a la proposición, como la joven indecisa a la que le acaban de pedir matrimonio, como una actriz que no sabe si aceptar un papel que puede llevarla al éxito más rotundo o al fracaso más absoluto.
-¿Vas a irte con el señorito? – Catherine abrió la boca sorprendida, mirándome con los ojos brillantes desde mi cama.
Reí; siempre me había encantado su forma de nombrarle. –Así es-. Mis ojos la buscaron a través del espejo del tocador mientras me empolvaba la cara.
-A Madame Black no le gustará; ya sabes lo que opina de involucrarse tanto con un cliente. Y más si hablamos de un Decroix.
-Lo sé. –Mis ojos se perdieron por un momento en la visión del espejo. Agité ligeramente la cabeza y me giré para mirarla.-Pero es mi día libre. Además, yo sólo voy a airearme y quizá tomar un té en algún salón. –Sonreí.- ¿Me cepillas el pelo?
Un elegante automóvil llegó a la hora indicada. El sol aún brillaba con fuerza, negándose a diluirse en la incipiente negrura.
El trayecto se me hizo eterno. El traqueteo era molesto; el calor, aunque remitía, hacía que la tela lila de la falda se me pegara a la piel y ni siquiera el abanico de encaje negro me aliviaba con su suave brisa. Pensé, resignada, que cualquier sufrimiento era poco si conseguía que me viera como la dama que había sido, que seguía siendo.

El vehículo paró de improviso en una de las calles comerciales más famosas y concurridas del momento. Edouard me esperaba en la acera, impecable, bello. Bajé ágilmente, sonriéndole, y él me devolvió una sonrisa diferente a la altiva que siempre solía lucir. Me llevó del brazo hasta una cafetería.
El salón era elegante, lleno de muebles de cedro y telas de color neutro, iluminado a estas horas por pequeñas lámparas de luz amarillenta. Se respiraba tabaco caro, coñac, brandy. Las conversaciones estaban llenas de voces masculinas que farfullaban sobre política o economía y ensordecían las notas tenues de un piano sonando muy lejos de allí. Cuando entramos, todas las cabezas se giraron hacia nosotros.
-Bienvenido, señor Decroix. –Un hombre enjuto y encorvado vestido con un uniforme pulcramente lavado y planchado se inclinó ligeramente. –Vaya, qué hermosa su acompañante. Bienvenida, señorita. –Hizo una reverencia más pronunciada. –Pasen por aquí.

Nos guió a través de un pasillo forrado con retratos de hombres imponentes y rasgos adustos y fieros. Nuestros pasos resonaban amortiguados por el suelo enmoquetado. Un aroma dulzón inundaba mis fosas nasales según nos adentrábamos en una sensual penumbra.
La sala no era más grande que mi habitación de la Vipére. Las cuatro esquinas estaba cubiertas con rinconeras de cuero. Un hombre gordo sobaba a una jovencita algo mayor que yo con descaro, con sus ojos porcinos brillando con lujuria. En otra esquina, una mujer de dudosa belleza, borracha y pintarrajeada al extremo intentaba sin éxito entretener a un hombre de nariz aguileña y perpetuo gesto de repugnancia. Ellos levantaron la vista a mi paso; ellas escondieron risitas tontas cuando vieron a Edouard. Qué espectáculo tan vulgar, qué lamentable.
Contuve la ira que me embargaba disimulándola a duras penas bajo una máscara de serenidad, pero estallé en cuanto volvió el bullicio natural.

-¿Ni siquiera fuera de mi hogar vas a dejar de considerarme una prostituta? No sé para qué me traes aquí entonces; en la Vipére habríamos estado mucho más a gusto. Al menos, no tendría que soportar todas esas miradas inquisidoras.
-¡Vamos, Victoria! –resopló Edouard. –Te he traído aquí porque es mi sitio favorito, y si he elegido esta hora y no otra es porque no soporto las voces agudas de las altas damas graznando cotilleos y risitas mientras toman el té de las 5-. Ladeó la cabeza.- Sé que tú tampoco.

Callé para no dar pie a una de esas discusiones absurdas que tanto adorábamos. Charlamos hasta que la oscuridad se cernió sobre las calles, amortiguada únicamente por las luces ambarinas de las farolas. Cuando salimos del local, el aire era fresco y agradable; un descanso para la torridez de la mañana. Llegamos a uno de los puentes desde donde el río se extendía en toda su magnificencia, calmo e imponente. Me apoyé contra el saliente de piedra caliente, observando las luces cambiantes, y Edouard se colocó de súbito tras de mí, lo suficientemente cerca como para la sentirlo y lo suficientemente lejos como para desearlo.

-Cierra los ojos.-Su voz de niño travieso me hizo sonreír.
-¿Qué clase de barbaridades vas a hacerme mientras los tenga cerrados? Te recuerdo que soy una señorita recatada.
Rió. –Alguna que sin duda te gustará.
Noté algo metálico posarse entre mis clavículas, y algo más suave que el raso acariciar la piel por la que pasaba. La frialdad de un broche cerrándose en torno a mi cuello me hizo estremecer ligeramente.
-Ya puedes abrirlos –susurró Edouard en mi oído.
Palpé con ansiedad la gargantilla, deseando tener algún espejo cerca. Rocé la seda con los dedos; descubrí las formas de un camafeo con un marco de plata. Estaba totalmente inundada por una febril felicidad, un cosquilleo incierto recorriendo mi piel. Le miré con ojos brillantes y mis labios comenzaron a dibujar una sonrisa, pero, de pronto, la desconfianza borró toda dicha de un soplido.
-¿Por qué me regalas esto?
Pareció absolutamente decepcionado ante la pregunta. Se separó de mí bruscamente y su rostro se torció en un mohín de repugnancia.
-¿Es que no eres capaz de aceptar un mísero regalo sin mal pensar? –gritó, dando un par de vueltas sobre sí mismo. -Victoria, por Dios, no necesito comprarte con obsequios. Si te lo he regalado es, simplemente, porque quiero que lo tengas. –Fijó la mirada en mí, y de pronto su expresión se tornó triste y pensativa. –Era de mi abuela.
Bajé la vista, avergonzada, incapaz de encontrar alguna excusa que me siguiera permitiendo tener razón. Un silencio incómodo se había interpuesto entre nosotros y Edouard echó a andar alejándose de allí. El vacío estrujó mi pecho con una violencia inusitada.
-Lo siento.
No pude decir nada más, pero no fue necesario. Se detuvo, sorprendido. Inspiré hondo; tendría que tragarme el orgullo si quería que no se fuera de allí. Y, creedme, realmente quería que se quedara.
-Nunca pensé que fueras capaz de entregarme algo tan valioso para ti.
Soltó un bufido y se encogió de hombros, moviendo de lado a lado la cabeza.
-No eres capaz de imaginarte lo agradecida que me siento, Edouard.
Me miró por el rabillo del ojo y sonrió; seguiría torturándome hasta quedar completamente satisfecho.

-¿No tienes nada más que decir, querida? -Ante mi silencio, echó a andar. -Bueno, está bien. Au revoir, mademoiselle.
Avancé con rapidez hacia él hasta alcanzarle. Le cogí un brazo y le obligué a girarse.
-Edouard, no me hagas esto.
Mi voz se quebró de pronto. Mi cara suplicante le dibujó una sonrisa macabra en el perfecto rostro.
-Dilo.

Sentí cómo el pánico me estrujaba las entrañas. Mi orgullo me impedía ceder, me impedía pronunciar lo que el quería oír aunque deseara decírselo desde ese día y para siempre. Le atraje hacia mí; su cara se tornó lasciva y altiva a un tiempo. Mis labios se acercaron a su oído, curvándose para pronunciar un "te quiero" que nunca salió. Mis manos se adelantaron a mi voz como si quisieran impedir el desastre y obligaron a nuestros labios sellarse. Él intentó apartarse, contrariado por no haber conseguido su propósito, pero el deseo era más fuerte, y la sensación de victoria mucho más placentera que cualquier palabra vacua.
Ella se había rendido, lo sabía.

jueves, 15 de enero de 2009

Quince.

Cuando lo conoció, le resultó amenazador. Se sentía diminuta a su lado, impresionada por su colosal altura. No era capaz de mirarle directamente, temerosa de que sus ojos negros se clavaran en ella y la hirieran. Ella no era más que una simple criadita y él, aunque parco en palabras, era un pilar fundamental de La Vipére Noire.
Pero cuando Catherine comenzó a explotar su cuerpo y pasó a pertenecer a la élite del local, dejó de espiarle agazapada en la puerta de su habitación, deseando su tez oscura, sus manos grandes y las miradas desde aquellos ojos negros y profundos como el mayor de los abismos. Pudo mirarle de frente, sonreírle; y, sin embargo, seguía siendo demasiado tímida para hablarle sin sonrojarse intensamente o tartamudear.
Aquella noche se sentía espléndida, llena de vitalidad. Los clientes volvían las cabezas a su paso y los piropos eran constantes. Al menos una decena de hombres pasaron aquella noche por su habitación; deseosos de ella.

Sólo pudo descansar cuando las primeras luces del alba se colaban curiosas por las ventanas de su habitación. Corrió los cortinajes de terciopelo oscuro y se tumbó en la cama sin molestarse en quitarse la bata de seda. Los minutos pasaban y el sueño se iba apoderado de ella con sutileza.
No oyó la puerta abrirse suavemente y tampoco notó las manos que descubrían su cuerpo hasta que el frío la hizo estremecer. Una lengua se deslizaba rápidamente por sus pezones, ayudándose con los dientes para erigirlos hasta el límite. Unos dedos ágiles abrieron sus piernas y se introdujeron lentamente, produciéndole un placer que rara vez conseguía sentir.
Entreabrió lo ojos y sólo vio oscuridad, pero el aroma penetrante y dulzón del camarero inundó sus fosas nasales al instante. Volvió a cerrarlos, satisfecha, sonriendo para sus adentros.
-Mousse...
Se retorció violentamente y gritó cuando el placer llegó a su punto máximo, pero él no la dejó parar. Siguió dentro de ella, una y otra vez, durante horas. Catherine nunca se había sentido tan plena, tan feliz. Cayó en un sueño profundo, y, cuando despertó, nunca supo si aquello había pasado o sólo había el sueño más maravilloso de su vida.

Sabes que no quería escribir esto, que me siento demasiado violenta imaginándote haciendo suciedades con mi camarero xD. Pero es tuyo, es tu regalo, y aquí lo tienes.
Gracias por las innumerables cosas que hemos vivido y por las que aún nos quedan. Sabes que te quiero muchísimo *O*.
Feliz Cumpleaños, Arebita.