domingo, 31 de mayo de 2009

Treinta y uno.

-¡Victoria, Victoria!
Catherine me dio un par de violentos manotazos en los brazos con el fin de despertarme, a los que yo respondí lanzando un pequeño gruñido y dándole la espalda.
-¡Victoria, despierta! –chilló con la voz más aguda que pudo.
Sus grititos infantiles me desesperaban, así que no me quedó más remedio que abrir los ojos y sentarme en la cama para hacerle ver que mi atención era toda para ella.
-¿Qué quieres, pequeña flor? ¿Para qué me molestas a estas horas?
-¿A estas horas? –señaló a la ventana y, a continuación, puso los brazos en jarra.- No seas holgazana, hace un par de horas que pasó el mediodía.
Resoplé y me desplomé contra el colchón. Catherine estaba realmente bella aquella mañana de septiembre: el pelo castaño, recogido en un elaborado moño que seguramente había hecho Antoine, relucía bañado por los rayos de sol; los ojos, de un tono dorado, parecían aún más grandes que de costumbre; su vestido verde de raso, más ceñido que nunca. Incluso pude comprobar que se había empolvado la cara y dado carmín en los labios.
-Adivina qué –dijo sonriendo ampliamente.
Arqueé una ceja. –¿Me has despertado sólo para jugar a las adivinanzas? –resoplé. –Chérie, ¿en qué estás pensando?
-Oh, no seas tonta, Vic. –Frunció la boca y se acercó a la ventana dando pequeños saltitos fruto de una infantil emoción. –Mira.
Me levanté refunfuñando y seguí la dirección que su dedo índice pegado al cristal marcaba. Un hombre rubio, apuesto y elegantemente ataviado salía de un carruaje lujoso, con un ramo de rosas rojas en una mano. En un primer momento me costó reconocerlo, no se diferenciaba mucho de los clientes habituales de la Vipére, pero pronto llegaron a mi mente trozos de una conversación.
-¿Es ese tal Diehl que llegó hace un par de noches?
-Sí. Esas flores son para mí, seguro. ¿Estoy guapa? – se alisó los pliegues del vestido y se miró las puntas de los pies. Levantó la cabeza, expectante.
-Como siempre – sonreí.
Pero el desconcierto me había hecho un nudo en la boca del estómago. Aquel hombre lo había mirado todo de una forma tan despectiva que sentí deseos de demostrarle cuán exquisitas podíamos ser las chicas de la Vipére, pero cuando lo vi cortejar a Catherine con tanta decisión, supe que algo iría mal. Y verle ahora con aquel ramo no mejoraba la sensación.
Catherine ya bajaba ruidosamente las escaleras cuando me puse en camino. Le abrió la puerta nerviosamente. Él le tendió el ramo justo en el momento en el que estábamos frente a frente. Me lanzó una mirada desafiante, despectiva, que no le devolví. Me limité a observar cómo él hincaba una rodilla en el suelo mientras se quitaba el sombrero en una pronunciada reverencia.
-Cásate conmigo, Catherine. –dijo sonriéndola, sosteniendo un anillo entre los dedos finos.
Cath miró el diamante anonadada, sin creerse aún que le estuviera sucediendo aquello precisamente a ella. Me dedicó una sonrisa inocente, y cuando se mordió el labio y clavó los ojos en Diehl estaba radiante de emoción.
Aceptó. Se fundió con él en un abrazo. La retuvo, la impidió despedirse.
Ella no volvió a mirar atrás.

Y ahora andaba sola, desangrada, ciega por las lágrimas de impotencia y miedo.
Antes de que se diera cuenta, la puerta de la Vipére se alzó ante ella, resplandeciente, majestuosa.
Estaba a salvo.
Volvía a casa.

martes, 26 de mayo de 2009

Veintiséis.

El viaje en barco había sido cómodo; el dinero de su herencia se había encargado de ello. Apenas había salido de su camarote de madera y lino, lujosamente decorado con flores frescas, demasiado asqueada para escuchar los cacareos de las damas de su clase. Caminar sobre la cubierta del barco en movimiento había supuesto para ella un desafío que no fue capaz de superar; las náuseas la vencieron antes de conseguir caminar un par de metros. Pasó entonces las horas durmiendo o leyendo en su camarote, hasta que por fin llegó a su destino.
La nueva ciudad la recibió radiante y bulliciosa. Los gritos de los vendedores de pescado se mezclaban con los de las mujeres de los marineros que arribaban en el puerto. Christine contempló extasiada sus cuerpos jóvenes siendo alzados por manos fuertes y curtidas, sus expresiones de felicidad y alivio. Caminó entre puestos y niños cargando con pesadas maletas de piel y un par de sombrereros de tela, hasta que un hombre fornido de ojos porcinos y gran estatura se cruzó en su camino.
-Disculpe señorita, pero he visto que no la espera nadie. ¿Hacia dónde se dirige?
Christine titubeó unos instantes, haciendo un cálculo mental del dinero del que disponía. Sonrió y su voz sonó encantadora y sumisa cuando le pidió que llevara las maletas al hotel más lujoso de la ciudad. Admiró durante el trayecto los edificios altos que se extendían a ambos lados, maravillándose de la decoración exterior, tan excesiva, tan coherente. Aquel desconocido la ayudo a bajarse del carruaje extendiéndole una mano cortésmente, que ella aceptó de buena gana.
-Edwald Dubois, para servirla. –Extendió un pequeño trozo de papel. Christine lo miró con desconfianza, pero lo aceptó, y se sorprendió de su tacto rugoso. –Si necesita algo, no dude en ponerse en contacto conmigo.
El tiempo pareció volar: las gestiones del hotel, el traslado del equipaje, las indicaciones sobre los próximos eventos a los que se supone que debía ir. No vio necesario buscarse una nueva identidad; París la había recibido con los brazos abiertos: allí nadie la conocía, nada podía ir mal.
Decidió explorar su nuevo hogar. Cuando entró en los bajos fondos de la ciudad, arrastrada sin consciencia, el hedor de la muerte, la enfermedad y la podredumbre le llenaron las fosas nasales con tal fuerza que tuvo que contenerse para no vomitar. Los niños famélicos la observaban con los grandes ojos sin brillo abiertos de par en par y las ratas habían salido a su encuentro como curiosos habitantes. Caminó hacia una taberna sucia y maloliente. El tabernero mellado restregaba un trapo ennegrecido con ahínco contra una jarra que parecía no poder estar más sucia. Todas las cabezas se giraron para verla cuando entró, y los codazos y las risitas pronto rompieron el silencio inicial. Un par de hombres se le acercaron tanto que el olor a rancio y a cerveza negra consiguieron hacer que el suelo le girara bajo los pies.
Pero cuando llegó él, se dejó agasajar. Su piel era curtida y muy morena, con brazos fuertes y manos grandes, y una espalda ancha y musculosa que a Christine le cautivó desde el principio. Tenía el tabique nasal roto y una cicatriz que le atravesaba parte de la mejilla izquierda, pero no le importó.
Se la llevó tras una pequeña puerta de madera, en la que ella no habría reparado si no hubiera sido por él. La empujó a la cama con violencia, quitándole la ropa con manos torpes. No supo desabrochar las lazadas del corsé, así que se limitó a sacarle como puedo los pechos para mordisquearle los pezones con saña. La ropa de él había desaparecido en cuestión de segundos, y Christine no habría sabido decir después si en algún momento la llevaba puesta.
Nunca sintió un dolor más intenso que entonces, cuando creyó notar cómo la carne trémula se desgarraba y la sangre manaba de ella. Intentó gritar y a punto estuvo de ahogarse con la lengua de él, que se movía casi al compás de sus caderas. Quiso quitárselo de encima, pero cuando estuvo más dentro de ella, Christine se quedó momentáneamente en blanco. Ya no sentía aquella indescriptible quemazón entre las piernas, sino algo más dulce, un impulso eléctrico que la hizo jadear.
Él estalló con un gemido ronco y se alejó de su cuerpo húmedo. Comenzó a vestirse y ella le miró sin comprender.
-Un placer, preciosa. –dijo socarronamente, tirándole un pequeño fajo de billetes al camastro.
Christine aún tardó un rato en vestirse y salir de aquella habitación de paredes roídas por las humedades y el tiempo. Se quedó allí, con los ojos fijos en el techo descorchado, durante unos minutos que parecieron eternos. Se puso la ropa, sintiéndose sucia.
Quería más.

martes, 19 de mayo de 2009

Diecinueve.

Los labios finos estaban curvados en una sonrisa idiota que acababa coronada por dos carrillos rosados que marcaban aún más la redondez de la cara. Los ojos pardos brillaban de admiración y sus manos regordetas se agarraban al brazo de Edouard como si quisiera ponerlo a su altura. Él hablaba sin mirarla, pero de vez en cuando le lanzaba alguna sonrisa cortés.
Habría podido decir que era bonita en cualquier otra circunstancia. La observé durante un tiempo más, manteniendo la distancia prudencial que la carretera me proporcionaba. Un apretadísimo corsé afinaba su cintura, pero las caderas sobresalían sin poder ser ocultadas por el jacquard que las cubrían. Sin duda, le daría hijos sanos y fuertes.

Propicié el encuentro cuando el sol brillaba en lo más alto, rodeado por apenas un par de nubes bajas. Caminé con determinación hacia ellos, fingiendo un paseo matutino hacia la iglesia. Me detuve en una pastelería justo por delante de ellos. Observé mi reflejo: nadie podría decir que una prostituta se ocultaba tras el rostro sin un ápice de maquillaje llamativo y el vestido cerrado de algodón negro. Atusé el tocado que sujetaba el prieto moño sobre la nuca con las manos enguantadas y esperé a que acabara reparando en mí.
-¡Victoria…!
Mi nombre escapó de sus labios siendo apenas un susurro, pero ella pareció darse cuenta y, después de mirarlo sorprendida, giró la cabeza siguiendo la dirección que sus ojos marcaban. Me observó inquisidoramente, frunciendo el ceño.
-Oh, señor Decroix, no esperaba encontrarme con usted por aquí.
Sonreí. Edouard me miraba atónito, con los ojos muy abiertos. Abrió la boca para decir algo pero la cerró inmediatamente. Ella frunció aún más el ceño y su mirada le pedía explicaciones a gritos.
-Ella es…
-Victoire de Salambre –incliné la cabeza ligeramente y le dediqué la más encantadora de mis sonrisas-, encantada de conocerla.
Edouard se limitó a asentir, aún atónito pero con la compostura recuperada. Ella pareció vencer su desconfianza e inclinó a su vez la cabeza.
-Marie Constanze Cabarrouy, duquesa de Lille. Encantada, señora. ¿Cómo es que nunca os he visto por el Salón de La Gare?
-Hace poco tiempo que vivo en París. Mi marido y yo vivíamos en Marsella, pero sus negocios nos han traído a la capital. Ya se sabe, los comerciantes siempre se mueven al ritmo que marca el mejor postor.
-¿Su marido es comerciante? ¿A qué se dedica? –Aunque trataba de sonar amistosa, la irritación afloraba en cada palabra.
-Al hierro y al acero, como el señor Decroix. –Sonreí y me alisé los pliegues de la falda.–Me temo que he de marcharme. No me gustaría llegar tarde a la iglesia. Un placer conocerla, señorita Cabarrouy.
Caminé con paso ligero, dejando atrás la pareja. Sentía deseos de gritar y de llorar, pero no dejé que aquello me influyera. Sabía que estaba comprometido, siempre lo había sabido, pero encontrarlos allí, tener que fingir que mi única relación con la familia Decroix es a través de un marido que no existía…



He vuelto.
¿Para quedarme?