jueves, 18 de junio de 2009

Dedicatoria.


A las tres maravillosas mujeres que son mi vida, y a aquel hombre que ya no tiene cuerpo pero siempre permanecerá en mi mente. A Chrys. A Alba.


A todas aquellas personas que, bien en público, bien desde la sombra (¡sé que existís, lo sé!) han seguido durante este año las aventuras de esta pobre alma descarriada. Aún quedan muchas historias por contar, pero no debéis preocuparos, puesto que algún glorioso día las tendréis en las manos, completas, para seguir disfrutando, como espero que hayáis hecho, sin las interrupciones propias de la inestabilidad emocional de su autora.
Sólo os pido que no abandonéis este espacio; pronto tendréis noticias mías.
Mientras, mi blog personal (Anhedonia, con su correspondiente link a la derecha) se reabrirá y mejorará.
Gracias.

Agradecimientos.

No hay un hueco para ti en la primera página de mi libro, pero, como te dije que haría, te lo dedico. Debo agradecerte que me obligaras a vivir en una frustración perpetua y que me enseñaras que hay formas mucho más sutiles de hacer daño, como una caricia o un beso. Debo agradecerte, a pesar de todo esto, que despertaras en mí el deseo, la obsesión, el amor.
Porque sin tu desdén, tu maravilloso y exquisito desdén, y tu caos inspirador, yo no sería lo que soy, ni hubiera escrito lo que hoy lees.
Puede que en ocasiones anhelara no haberte conocido jamás. ¿Cómo podría hacerlo ahora? Gracias a ti creé Rotten World. Gracias a ti he podido cumplir el principio de uno de mis mayores sueños. ¿No te parece grandioso que de algo tan simple como un “me arrepiento”, o del banal sentimiento de ser usada, haya podido producirse algo así?
Como ves, tienes más de lo que mereces: una página entera en exclusiva para ti y una obra que es tuya por derecho.
Gracias, Raúl.

miércoles, 17 de junio de 2009

Final.

Tenía el pelo revuelto, hecho una maraña de nudos y suciedad. Bajo los párpados, una sombra violácea contrastaba con el carmín de las marcas de arañazos. Sus ojos, antes grises y profundos, a ratos brillaban con el fulgor de la locura y a ratos se apagaban como una llama agitada por el viento, carentes de todo hálito vital. Los labios, secos y agrietados, presentaban pequeños cortes en las comisuras, y tenían marcas de haber intentado ser cosidos. No vestía más que una camisa de fuerza sobre el camisón de algodón, que dejaba ver, donde antes había habido músculo, una piel cetrina recubriendo el hueso.
Catherine sintió deseos de llorar al ver así a su Victoria. Cuando los sanadores le permitieron pasar, ella pareció reconocerla y sonrió. Catherine le devolvió la sonrisa y se acercó, olvidando toda precaución, para abrazarla.
-Si mi señor esposo nos ve quizá se enfade, pequeña- susurró en su oído, con un deje de miedo y satisfacción mezclado en su voz.
-No, Victoria, él ya sabe que estoy aquí. Ha dado su permiso. –Se sentía estúpida por contribuir a que creyera sus propias mentiras, pero no le quedaba remedio.
-Bien, bien -. Asintió, complacida, y cruzó las piernas. – Te ofrecería algo de beber, pero le he dado el día libre a mis sirvientas.
-No importa. –Catherine tragó saliva y la miró afectivamente. -¿Te tratan bien aquí?
-Todo lo bien que le pueden tratar a una señorita de mi linaje en este cuchitril. Echo de menos nuestro palacio, hermana, pero mi señor está tan atareado con sus negocios…
Catherine intentó disimular su incredulidad y cerró la boca, que luchaba por trazar una o de sorpresa. Victoria no podía ser aquel ente sentado ante ella: cierto es que tenia su voz y su gesto, que incluso ahora aparentaba la serenidad de antaño, pero su fuerza, su orgullo, todo rastro de vitalidad, habían desaparecido. Maldijo una y mil veces a Decroix y su incompetencia, porque él la había obligado a darse a la locura.
-Victoria, ¿qué son esas marcas bajos tus ojos?
Vaciló durante un momento, evaluando a Catherine con la mirada.
-Vi algo que no debía ver de mi amado esposo. Prefería arrancarme lo ojos antes que traicionarlo.
Catherine sintió un escalofrío. -¿Y las marcas de la boca, flor?
Suspiró y bajó los ojos como una niña arrepentida.
-Edouard dice que hablo demasiado. Le molestan mis quejas, pero –bajó la voz hasta que se convirtió en un susurró- él no entiende que el malestar es normal durante el embarazo. Me cosí la boca para no molestarlo, pero mis sirvientas me obligaron a descoserme. –Se alteró visiblemente y gritó: -¡Malditas ellas, malditos todos!
Victoria había perdido al niño que llevaba dentro apenas un mes después de que Edouard dejara la Vipére. Fue un durísimo golpe para ella ver la sangre manar de entre sus piernas y saber que había perdido toda oportunidad de volver a verle, de quedar unida a él. Se convenció de que era lo mejor, pero nunca fue capaz de superarlo.
-No te preocupes, Catherine –dijo de pronto Victoria, sobresaltándola. El brillo en sus ojos era demencial. –Nunca he sido más feliz que ahora.

lunes, 15 de junio de 2009

Quince.

Abrí los ojos y la nada se extendió ante mí. Los cerré, asustada, y la misma oscuridad de antes volvió a atraparme. Un frío seco e inmutable cargaba la atmósfera y erizaba el vello de mi piel desnuda. Aún no había conseguido acostumbrarme al ruido sordo y lejano de un goteo constante que me estaba haciendo enloquecer. Busqué a tientas una sábana con la que arroparme y el tacto áspero del cubre colchón me hizo desistir. Me abracé las rodillas, temblando. Y allí estaba él.
Era incapaz de verle en aquella hermética negrura, pero hubiera podido captar su olor incluso entre la inmundicia más absoluta. Ni siquiera la penetrante mezcla de desinfectante y humedad que impregnaba todo era capaz de cubrirlo.
-Has venido.
Mi voz fue apenas un susurro, apagado por las miles de emociones que se entrecruzaban en mi cabeza. Extendí una mano y pronto se entrelazó con la suya. La acercó a sus labios; su aliento cálido me hizo estremecer. Apartó el pelo de mi cuello y lo acarició. Sonreí y supe que él también lo hacía. Con un ágil movimiento, se tumbó en la cama, a mi espalda, rodeándome. La tela de su traje era suave y agradable, y apoyé todo mi peso contra él, deseosa de su contacto. Recorrió con un dedo la curva de mis pechos hasta llegar al vientre. Trazó círculos alrededor de mi ombligo casi con mimo.
-Lo sabías y por eso has venido, ¿verdad?
Asintió. Un nudo me apretó el estómago y no sabría explicar si fue por la emoción de las expectativas cumplidas, el miedo a aceptar el futuro o el inmenso alivio de no verme sola.
-Gracias…
Me giró hacia él y lo abracé con fuerza. Hundí la cara en sus hombros. Dejé que alguna lágrima indecente saliera de su prisión: me sentía tan feliz que ya nada importaba.
-Sabía que no me dejarías sola. A pesar de todo, el futuro es nuestro. He soñado tantas veces con este momento…
Se levantó despacio. Le agarré de la muñeca, apretándola contra el colchón.
-No te vayas. No, no vuelvas a irte. Te necesito, ahora más que nunca. Mi amor…
Pero él seguía en silencio. Me miró durante un momento, evaluándome, y deseé con todas mis fuerzas que hiciera caso de mis súplicas. Me abrazó. Acarició mi pelo con los labios; aquel acercamiento fue tan placentero que cerré los ojos durante un momento, dejándome llevar…
Y cuando los abrí de nuevo, él ya no estaba a mi lado.
Y yo seguía con las rodillas abrazadas, temblando de frío, como si nada hubiera pasado.
Lloré, grité, pataleé y maldije durante todas las horas que mis escasas fuerzas me permitieron, sin saber si ya había llegado el día o seguía sumida en una noche eterna. Nadie se interpuso; nadie vino para calmarme.
Aquel día, presa de mi delirio, me aferré a la idea de que volvería a buscarme.
Volvió.
Vivimos la vida que siempre quisimos tener.
Que yo siempre quise tener.

sábado, 13 de junio de 2009

Trece.

Su cuerpo pasó de cama en cama todas las noches después de aquélla. Aprendía de las experimentadas mujeres de los bajos fondos y practicaba con cualquiera que estuviera dispuesto, en cualquier momento y lugar.
Abandonó el hotel un par de días después, cuando encontró por casualidad la tarjeta que aquel desconocido le había ofrecido el primer día que llegó. El edificio era sobrio, de un color café triste y apagado. No tardó en descubrir que todo en aquella casa era así; todo excepto el hijo pequeño, poco menor que ella. Christine lo observaba maravillada tocar el piano de manera casi furtiva, buscando los momentos en los que nadie pudiera interrumpirle. Sentía lástima por él, tan creativo, tan alegre, encerrado entre tanta sobriedad.
No se quedó allí más de una semana, lo suficiente para organizarse y buscar recursos. Nada parecía ser de su agrado, nada respondía a sus apetencias.
Hasta que la vio.
Aquella mañana del final del otoño encontró lo que siempre había buscado. Un edificio alto, de fuertes vigas de madera y diseño elegante se extendió ante ella como por casualidad. Christine observó anonadada sus jardines, su altura, sus ventanales amplios. Giró sobre sí misma y reparó de pronto, como si todo hubiera aparecido por casualidad, que estaba rodeado de teatros, en un lugar refinado y elegante, pero, aún así, alejado del mundanal ruido.
Pagó cuanto se pedía por él y horas más tarde el edificio era suyo.
Se marchó sin despedirse. Ni siquiera recogió sus pertenencias; no las necesitaba en su nueva vida.
Antoine corrió durante horas amparado por las sombras. Cuando paró, exhausto y magullado, el río se extendía ante él, ancho y lúgubre, colmado de pequeñas embarcaciones y grandes flotas.
Sólo el murmullo tenue del fluir del agua enturbiaba la paz reinante. Antoine se sintió libre por primera vez en su vida. Respiró aquel aire contaminado, dejó que inundara sus pulmones. Se habría tirado de buena gana a aquel torrente gritando como un loco, saboreando la independencia. Pero una figura femenina rompió la magia con su presencia
Al principio no la reconoció, pero, en cuanto la luna bañó sus facciones finas, no supo si sentirse aliviado o salir corriendo. Se quedó allí, rígido, hasta que ella, que había tenido los ojos azules clavados en él en todo momento, se acercó sigilosamente.
-¿Has venido a buscarme?
Antoine la miró sin comprender, frunciendo el ceño. Negó con la cabeza despacio.
-Bien, porque no pienso volver.
-Yo tampoco.
Christine lo miró largamente, estudiándolo.
-Eres demasiado bueno para ellos –sentenció. -¿Tienes algún lugar al que ir?
-No, y supongo que tú tampoco.
-Te equivocas –chascó la lengua y le dedicó una media sonrisa. -¿Te gusta el nombre de “La Vipére Noire”?
-Suena exótico. ¿Qué es?
Ladeó la cabeza y clavó la mirada en el. –Mi nuevo hogar. Y el tuyo.

jueves, 11 de junio de 2009

Once.

Abrí el joyero cubierto de terciopelo y saqué con delicadeza una a una las numerosas alhajas que estaban dentro. Alcé la tapa de un pequeño compartimento y retiré un camafeo, poco mayor que la moneda más valiosa, engarzado en un marco de rosas y espinas realizado en plata. Lo miré largamente, con el cerebro anegado de un extraño vacío. Cerré la mano con fuerza en torno a él, notando cómo se clavaba en mi piel, cómo la plata abría un pequeño surco, luchando por hacer manar la sangre de mí.
Sonreí y salí de la Vipére cuando el alba aún no era más que un leve resplandor dorado sobre los edificios. El viento helado de la mañana me hizo estremecer, pero pronto me acostumbré a su acariciante contacto. Caminé absorta por las calles empedradas, alejándome con cada paso de la fría tranquilidad de los jardines que rodeaban nuestro edificio rosado. Los teatros vecinos dormían, exentos de toda la magia que poseían al anochecer.
Se avecinaba un día claro; apenas unos cuantos jirones entorpecían el liso firmamento. El morado de los minutos previos al amanecer se diluía en un azul celeste vivo y la luna, eterna observadora de las desdichas humanas, había dejado de brillar, eclipsada por el sol de primavera.
El verano tocaba a su fin cuando Edouard pisó por primera vez mi hogar. Las tormentas eran frecuentes y el bochorno, agobiante. Llegó un día de repentina calma, con aquella mirada altiva y esa sonrisa desdeñosa siempre en los labios. Fui la primera y eso, incluso ahora, me llena de una extraña sensación de orgullo, a pesar de que para mí no me fue excesivamente especial.
No volví a verle hasta que las primeras hojas cayeron. El frío aún no era intenso, pero las lluvias, mis odiadas lluvias, eran constantes. No volvimos a separarnos, al menos no en un sentido netamente emocional, hasta un año después.
Aquel tiempo fue… feliz. Sí, creo que esa es la palabra más adecuada para describirlo. No era una felicidad como la sentida antaño, fruto de la inocencia; era una felicidad retorcida y, en ocasiones, muy dolorosa, pero me hacía sentir plena. Si él estaba cerca, no necesitaba más. Cada minuto de mi vida lo pasaba pensando en él, aunque cualquier otro hombre ocupara mi cama. Sus celos enfermizos no eran un impedimento para mí; es más, me divertían hasta límites insospechados.
Las discusiones se interpusieron entre nosotros poco a poco, creando un muro que, con el tiempo, se haría inexpugnable. Su presencia me ahogaba, me robaba el aire que antes solía darme.
Intentó arreglarlo cometiendo el mayor error: me prometió una vida que jamás sería capaz de darme. No hablo de dinero, a la familia Decroix le sobraba, hablo de amor, eternidad, decencia, familia. Me prometió un nuevo apellido, un futuro lleno de gloria.
Cuántas mentiras.
Aún no soy capaz de comprender cómo aguanté tanto dolor, cómo fui capaz de desearle, de abandonarme a él sin reservas, de dárselo todo a cambio de nada.
Sin embargo, le amo por encima de todo lo que alguna vez consideré importante. Sólo tendría que volver a darme esperanzas para que lo siguiera de cabeza dejando atrás todo lo demás sin ninguna consideración.
Estúpido, ¿no creéis?
Para encontrar al culpable de esto no debo hacer más que mirarme a un espejo. Yo hice que se fuera, yo me obligué a olvidar, yo preferí morir en su memoria rápida e indoloramente antes que diluirme con el tiempo hasta ser un recuerdo ocasional, una cara más de tantas.
Yo asumo las consecuencias de mis actos, no así Edouard, que tan pronto deseaba tenerme como no volver a verme. Era una relación tan abusiva…
Ya no quiero sufrir ese desgaste emocional. Ni por él, ni por ningún otro.
Me senté en la orilla y alcé el camafeo por encima del agua que fluía mansamente en el canal. Dejé que se deslizara entre mis dedos, notando cómo la seda acariciaba mi piel. Un instante de duda nubló mi razón; un miedo intenso me estrujó el pecho. Aquello era lo único que me quedaba de él. Tirarlo supondría empezar de cero…
Al borde de un abismo profundísimo, sola, ¿qué otra cosa podría hacer?
Cayó.
Apenas noté el chapoteo. Miré anonadada el sol poniente durante un par de horas más, hasta que las sombras se apoderaron de la ciudad. Cuando volví, Madame Black me esperaba en el diván de mi cuarto.
-Lo he tirado.
Sonrió.
-Ya eres libre.


Porque todo se acaba y yo sigo aquí.