miércoles, 24 de septiembre de 2008

Veinticuatro.

-No quiero estar sola -gemí. -No quiero estar sola nunca más. Vuelve... Vuelve... ¿Por qué te has ido? Quiero que vuelvas. No quiero este sentimiento de vacío. Vuelve...

martes, 16 de septiembre de 2008

Dieciséis.

-Victoria, tenemos que hablar.
La voz de Catherine adquirió un tono grave y preocupado, y supe al instante que no sería una conversación agradable. Con un pequeño gesto, me indicó que me sentara en el sillón orejero más próximo, y yo acepté dócilmente, preparándome para lo peor.
-Tú dirás, querida.
-Mañana me caso.
Las palabras salieron atropelladamente de sus labios. Parecían haber sido preparadas demasiado tiempo atrás, desesperadas por encontrar la más mínima oportunidad para ser dichas. Bajó la cabeza y suspiró, intentando recuperar fuerzas para darme explicaciones. Pero yo no quería seguir oyéndola, no quería que me confirmara aquello que intuía desde que lo conoció.
-Como ya sabes, hace un par de meses que mantenemos una relación más o menos estable y…-arqueé una ceja. ¿Estable? ¿Pero cómo diablos osaba considerar una relación prostituta-cliente algo estable? Ella continuó hablando haciendo caso omiso de mi cara de escepticismo. –Victoria, yo ya no necesito venderme más, mi madre está curada y yo…
-¿Vas a marcharte para no volver? –interrumpí.
Ni siquiera fue capaz de mirarme. Se limitó a asentir con la cabeza, haciendo gala de una inocente tristeza que en ese momento no logró conmoverme en absoluto. Desvié la vista hacia uno de los jarrones de porcelana para evitar mirarla. Me repugnaba. Sentía una furia desmedida dentro de mí, mezclada con un irrefrenable deseo de llorar. Aquella pequeña zorra había conseguido en dos meses lo que yo no había siquiera podido rozar en un año. Y ahora se iba a vivir una vida que yo debería haber conseguido antes. Una vida que era mía por derecho.
-Victoria… Seguiremos siendo amigas, lo prometo. Vendré a verte después de la boda y podremos tomar té y charlar y reír. Todo será como antes. Victoria, créeme. –imploró.
-¿¡Que te crea?! ¿Cómo puedes pedirme algo semejante si ni siquiera estoy invitada a la ceremonia? ¿Y cómo harás para venir si tu marido no te dejará acercarte? Lo mejor es que te vayas y no vuelvas. ¡No vuelvas nunca! Vive esa vida perfecta que yo nunca tendré. ¡Púdrete en tanta felicidad!
Catherine salió de la habitación con unas silenciosas lágrimas rodando por sus coloradas mejillas, recogió sus pertenencias, y, como le grité, no volvió.
La primera noche, destrocé todos los muebles de su habitación hasta que me sangraron las manos y mi cuerpo estuvo lleno de cortes, bajo la atenta mirada de Madame Black. La segunda noche, lloré sin parar agarrando la única fotografía que había sobrevivido a mi delirio, y, agotada, dormí tumbada en el suelo, entre toda la inmundicia que yo había creado. La tercera noche, y hasta la séptima, volví a mi habitación, me postré en mi cama, mirando fijamente al techo, y me sumí en un estado de absoluta inactividad. ¿Acaso yo no le importaba? ¿Acaso aquel hombre era para ella más que yo, que la había acompañado dos largos años en esta vida insana? Deseé llorar pero mi cuerpo se negaba a obedecer. Deseé con todas mis fuerzas morir, acabar con el tormento de saberme sola. En realidad, no estaba sola: Madame Black pasaba gran parte del día sentada a mi lado, velando por mi seguridad. Sin embargo, ella no me importaba, no en ese entonces. Quería que mi pequeña Catherine volviera para no irse jamás. Quería no sentirme traicionada. Quería no sentirme vacía…

viernes, 12 de septiembre de 2008

Doce.

-No debiste haberte cruzado jamás en mi vida. Tu presencia en ella es un error cuyo precio no podré pagar en los años que me queden de vida.
-Te amo, Victoria.
Apoyé los brazos cruzados sobre mi pecho contra la ventana, dándole la espalda, evitando a duras penas que las lágrimas rodaran a sus anchas por mi rostro. Suspiré e intenté que mi voz pareciera serena cuando le dije:
-¿Me amas? ¿De verdad lo crees? Tú consideras amor al sentimiento de placer y al acto de rebeldía que cometes al haberte encaprichado de una puta, estando ya comprometido con una señorita de bien a la que todo el mundo adora. Pero no soy más que eso: una novedad, un acontecimiento revolucionario. Y el amor que dices sentir no es más que la insensatez de un adolescente burgués que no tiene que preocuparse de nada. Tú no sabes lo que es el amor, y conmigo no lo sabrás jamás.
Edouard pareció ligeramente sorprendido. Sentí sus ojos verdes clavados en mí, y una inexplicable sensación de nerviosismo se apoderó de mi ser. ¿Por qué? ¿Por qué él y no cualquier otro? ¿Por qué no podía llevar la misma vida que llevaba Catherine, casada ya y esperando su primer hijo?
Abrió la boca para decir algo, pero, al no poder, se limitó a acercarse a mí y rodearme la cintura con los brazos, apoyando la barbilla en mi hombro y acariciándome el pelo con los labios.
-No seas así, Victoria –susurró, mientras un escalofrío recorría mi espalda.-Pronto, muy pronto, te sacaré de aquí y nos iremos juntos a la ciudad que tú elijas. No serás nunca más una cualquiera; serás mi esposa, y volverás a codearte con las damas de tu clase –me giró hacia él y sonrió seductoramente-. Todo el mundo te respetará y adorará, y no tendrás que esconder tu pasado.
Me besó, y la rabia dio paso a una tranquilizadora idiocia. Agarré su camisa por la espalda y me aferré a ella como si allí mismo estuvieran concentradas todas sus palabras. Quería creer que no me mentía. Quería creer que el futuro era nuestro. Mi sentido común me gritaba que una persona de su clase nunca toma ese tipo de decisiones, pero mi cerebro no atendía a razones, anegado por una felicidad infantil y estúpida.
-Edouard… -mi voz sonó melosa y débil- No te vayas.