sábado, 27 de diciembre de 2008

Veintisiete.

-¿Esperar realmente merece la pena?
-Debería odiarle, ¿no es cierto? Odiarle por abandonarme, por irse donde sus obligaciones no lo encuentren. -Tenía la vista clavada en el horizonte infinito. No distinguía los perfiles de las casas y las fábricas lejanas; mi mente estaba mucho más lejos, donde el mar bañaba tierras extrañas. Las luces que se encendían lentamente ante la pronta caída del sol no suponían ninguna diferencia para mí. -Nunca ha sido una persona que se enfrente a los problemas; él más bien era de los que se limitaba a esperar que, o bien se solucionaran solos, o bien alguien los solucionara por él. Yo ya sabía eso cuando acepté, no puedo echárselo en cara. Pero… -la miré durante un momento- eso no significa que no me haya defraudado. Nunca me había sentido así. ¿Alguna vez has notado cómo el peso de la decepción es tan grande que hace tu mundo añicos en apenas segundos, Christine? –No le di tiempo para responder. Necesitaba desahogarme, sacar el veneno que me consumía lentamente y que tarde o temprano acabaría por matarme.- Pensaba… Dios, ¡soy tan estúpida! Llegué a pensar que me quería –reí.- Quererme… Ahora que lo digo en voz alta es tan ridículo que me avergüenzo de haberlo pensado. ¿Se hace tanto daño a alguien que se quiere? Yo no soy una persona fácil de conocer, y tampoco de tratar, y cierto es que en ocasiones era demasiado adusta, y que mis comentarios podían resultar un tanto hirientes o fríos, pero cuando se está tan podrida por dentro como lo estoy yo, es difícil no ser así. Juro que no era mi intención. ¿Cómo iban a ser intencionados si él era lo único que me importaba? Me esforcé tanto por hacer que fuera feliz, por que sus días aquí fueran los mejores. ¿Y qué he conseguido? – Las lágrimas congregadas en mi garganta se habían propuesto silenciar mi voz. Ya no podía ni quería parar, así que carraspeé y seguí adelante. Madame Black se había sentado en una silla de caoba y me escuchaba atentamente, imperturbable. –He conseguido que no quiera volver, que ame a otra, que me olvide irremediablemente como si jamás hubiera existido. No merezco un final así. ¡Felicidad, eso era lo único que yo merecía! Y él era capaz de dármela sólo con su presencia. ¿Cómo puede un ser humano inteligente tener la felicidad al alcance de la mano y despreciarla de ese modo? Yo le ofrecía toda la dicha del mundo; juro que habría sacrificado mi vida entera por él. Tonta de mí, pues incluso hubiera sido la esposa fiel, atenta, sumisa y cariñosa que ansiaba. Anula toda mi capacidad de raciocinio. Es una droga y no soy capaz de desengancharme. No sé qué espera de mí, no sé qué quiere, y eso me hace sentir una frustración degradante, un excelso dolor. Nunca habla y no lo entiendo. Siempre le cuento lo que pienso de esta farsa de relación, lo que me provoca. Pero él se limita a encoger los hombros y decir que está confuso. No entiendo nada… -Me llevé las manos a la cabeza y empecé a sollozar.- No sé cómo van a acabar las cosas…
Christine se levantó. Caminó unos pocos pasos y se situó delante de mí, con aquel aire imponente característico pero la mirada llena de infinita dulzura.
-Lo sabes, petite Victoire. Sabes que no puedes estar con él, aunque lo desees con todas tus fuerzas. Sabes que su marcha es lo mejor que te ha podido pasar en la vida. Olvidar es el consuelo de los idiotas. Mantén su recuerdo y aprende del error que ha supuesto para ti. Inmortaliza lo que te hizo sentir: el dolor, el odio, la frustración, e incluso el placer o el amor; pero nunca, bajo ningún concepto, te dejes llevar por esos recuerdos. El pasado está muerto. Sólo te queda futuro.


Última entrada de 2008.
Sólo quedan 25 :).
Feliz Navidad, y esas cosas.

martes, 23 de diciembre de 2008

Veintitrés.

Sobriedad era la palabra que mejor describía aquella casa. Ningún color desentonaba o resultaba demasiado chillón, ningún adorno era estrafalario o exótico, ningún mueble era atrevido o innovador, ninguna tela, aunque de buena calidad, rebosaba lujo.
Y qué decir de sus moradores.
La mujer escondía su evidentísimo sobrepeso con amplias faldas y cuellos altos de colores apagados. De una estatura muy superior a la media, tenía la cara palidísima y el pelo rojizo recogido en un moño alto. Los pequeños ojos porcinos lo miraban todo con desaprobación.
El hombre era enjuto y los años lo habían encorvado. Movía las manos nerviosamente y acto seguido se pasaba una por la inexistente cabellera. Vivía supeditado a su mujer, cualquiera podía darse cuenta, pero su tono de voz era autoritario y no admitía réplica.
Sin embargo, el hijo, aunque se mimetizaba en el ambiente con las ropas oscuras y el gesto adusto, desprendía rebeldía por cada poro de su piel. Sus ojos castaños brillaban con inteligencia, con la pasión de aquel que ama el arte. Se movía con gracilidad, como si cada paso fuera parte de un gran baile.
Amaba tocar el piano. Sus dedos ágiles se deslizaban por las teclas con soltura, con delicadeza. Le gustaba interpretar a clásicos y contemporáneos, pero, por encima de todo, le gustaba componer sus propias piezas. Eran oscuras, como todo lo que él conocía, pero llenas de vitalidad y carisma.
Un día no demasiado especial, aquel chico de cabellos como el fuego decidió seguir con sus estudios musicales de forma seria para convertirse en un futuro cercano en todo un profesional.
-No pisarás el conservatorio, Antoine. Tu destino es seguir los pasos de tu padre y dirigir el bufete más prestigioso de la ciudad.
-Pero… ¡madre!- la miró con un mohín compungido desde el sillín del piano. Buscó la mirada de su padre y encontró una indiferencia fría y cortante.
-No se hable más. No irás mientras vivas bajo nuestro techo. Bastante hicimos permitiendo que aprendieras a tocar ese maldito instrumento. ¡Incluso hemos permitido que vayas al teatro a ver el ballet! ¿Qué más quieres? Un hombre de tu posición no debería ir a sitios como esos sino para acompañar a su mujer.
Antoine no la escuchaba. Su cerebro valoraba rápidamente las posibilidades, temeroso de encontrar alguna complicación.
Cuando dejó de oír el murmullo constante de la voz de su madre, musitó una afirmación y salió de la habitación cabizbajo. Una vez fuera del campo de visión paterno, corrió escaleras arriba.
Cerró la puerta y se tiró en la cama, esperando pacientemente la llegada del anochecer. El resplandor rojo del sol poniente se apagó despacio, y cuando las primeras estrellas empezaban a brillar, los ruidos amortiguados de pisadas y conversaciones de los criados se extinguieron dando paso a un silencio sepulcral. Antoine se levantó todo lo despacio que pudo, conteniendo la respiración. Abrió un par de cajones y sacó unas cuantas mudas y algo de ropa de abrigo, que metió en un pequeño saco. De una caja de madera escondida tras una pila de libros de Derecho sacó un fajo de billetes y lo guardó en el bolsillo de su chaleco de seda.
La ventana cedió suavemente. El aire era más cálido que otras noches, y Antoine lo consideró una buena señal. Pudo a duras penas sentarse en el poyete, pero una vez que lo hizo, el resto de acciones le parecieron de extrema sencillez. Sus ropas se engancharon en las zarzas del jardín, que parecían querer retenerlo, obligarlo a permanecer en aquella jaula de oro que era su hogar.
Corrió durante horas amparado por las sombras. Cuando paró, exhausto y magullado, el río se extendía ante él, ancho y lúgubre, colmado de pequeñas embarcaciones y grandes flotas.
Sólo el murmullo tenue del fluir del agua enturbiaba la paz reinante. Antoine se sintió libre por primera vez en su vida. Respiró aquel aire contaminado, dejó que inundara sus pulmones. Se habría tirado de buena gana a aquel torrente gritando como un loco, saboreando la independencia.
Pero una figura femenina rompió la magia con su presencia.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Quince.

Coqueteaba con unos y otros, derrochando sonrisas, mientras las gotas de lluvia golpeaban insistentemente los cristales del burdel. Me sentía desorientada e inapetente; notaba la actividad frenética de La Vipére girar a mi alrededor demasiado deprisa para seguirla. Miré el reloj de pared ansiosa. Edouard había prometido venir a visitarme a las diez y ya hacía más de una hora que había llegado la medianoche.
Abrieron la puerta estrepitosamente. Edouard se apoyó contra el marco, empapado, farfullando incoherencias y saludos, mientras el gélido viento de la ciudad arañaba las cortinas y luchaba con las velas. Mechones de pelo negro le caían desordenadamente por la cara y llevaba la pajarita desabrochada y la camisa a medio poner. Lucía una sonrisa idiota, que se intensificó cuando me distinguió entre la multitud.
-¡Vicky…!- se acercó. Apestaba a alcohol. Extendió los brazos hacia a mí pero me eché ágilmente hacia un lado. Edouard tenía el cuello lleno de marcas de carmín.
-No te me acerques después de haber estado con una furcia cualquiera.
Soltó una risotada y me cogió por la cintura violentamente, atrayéndome hacia el.
-¿Acaso tú eres más que eso? –susurró, con un tono serio y sobrio que nada tenía que ver con el anterior.
La bofetada resonó por todo el salón. Decenas de caras se volvieron hacia nosotros. El silencio se había apoderado de la Vipére: las conversaciones cesaron de golpe; el piano de Antoine dejó de tocar sus decadentes notas. Edouard abrió la boca al tiempo que se acariciaba la mejilla adolorida. Madame Black se alzó majestuosa y, tras un gesto, el bullicio habitual comenzó de nuevo.
No esperé a ver la reacción de Edouard y caminé apresuradamente hasta mi habitación. Cerré la puerta con un golpe y me tiré contra el sillón, llena de rabia. Edouard golpeó la puerta, demasiado borracho para encontrar el manillar. Balbuceó insultos durante un rato, maldijo para que le dejara entrar, y, cuando se dio por vencido, susurró palabras tiernas para que me ablandara.
-No malgastes tu miserable tiempo aquí, Edouard. No tengo ninguna intención de dejarte pasar.
-¡Vas a dejarme, Victoria! ¡Eres una puta y reclamo tus servicios!
No sé cómo lo hizo, ni de dónde sacó las fuerzas, pero consiguió desencajar la puerta. Entró hecho una furia, desharrapado y ojeroso, mirándome desafiante. Un portazo resonó con violencia; la madera crujió. No me moví cuando se acercó lentamente, segura de que no sería capaz de hacerme daño.
Me empujó contra la cama y se me echó encima. Pataleé y lo golpeé con toda la fuerza que mi cuerpo me permitía, pero, incluso borracho, él podía someterme con la facilidad con la que un buey se somete a un yugo. Desgarró las telas que me cubrían, arañó mi piel con saña. Sus labios quemaban, sus manos me producían asco. El cansancio se apoderaba de mí y el deseo de sucumbir a sus exigencias cobraba fuerza.
Pero nunca había dejado que un cliente me hiciera más de lo que yo quería.
Él no sería el primero.
Dejé de luchar, y Edouard se sorprendió. Ese momento de duda me sirvió para escabullirme de su peso y levantarme para salir de allí. Él fue más rápido, y antes de darme tiempo a alcanzar el manillar y escapar, saltó de la cama, y me agarró de la cintura.
Grité pidiendo ayuda, pero nadie parecía oírme. Me arrastró de nuevo al lecho, arrancando los jirones que quedaban de mis ropas. El brillo en sus ojos era demencial, amenazador.
-¿Para qué te esfuerzas? Todos creerán que gritas de placer… No es muy distinto a lo que sueles hacer, ¿no crees?...
Caí de rodillas, desnuda y desvalida, aún gritando. El contacto con su piel me hizo retorcerme, asediada por la repugnancia. No paraba de moverse dolorosamente dentro de mí, a mi espalda, como si no fuéramos más que dos perros salvajes. Cada embestida era una lágrima, un arañazo en la piel de las manos que se aferraban a la colcha intentando disuadir el dolor. Cerré los ojos con fuerza para evitar los recuerdos, para evitar ser consciente de que aquella escena era parte también de mi pasado.
Cuando se hubo satisfecho, me dejó allí tirada, exhausta y maltratada, llena de un dolor más intenso que el que sentía entre las piernas.
Podría haber esperado muchas cosas de Edouard, pero no esto.

martes, 2 de diciembre de 2008

Dos.

A veces tienes a una persona especial tan cerca que ni siquiera eres capaz de notar su presencia. Yo no fui capaz de darme cuenta de que ella estaba allí hasta que decidió darlo todo por perdido.
Ella era diferente. Era, sorprendentemente, inteligente y culta.
Yo la usé. Era una puta, ¿no se supone que es lo que debía hacer? Ella se dejó usar; para eso la pagaba. La deseaba, sin duda, pero no era sólo deseo sexual.
Yo la engañé, vaya que si lo hice. Le prometí que uniría mi vida a la suya eternamente. Quizá fue una inmadura rebelión de mi subconsciente, un deseo tan inherente y reprimido que me oprimía el alma y luchaba por salir. Y salió. Y lo arruinó todo.
Seguramente a fecha de hoy ella seguiría proporcionándome placer sin mayor complicación que la de habernos satisfecho si nunca hubiera cometido tal error. Pero no volveré a combatir el frío con su calor ni a beber de sus labios, ni podré hacerle sentir placer jamás.
Yo la traicioné. Me contó su origen, sus secretos, sus miedos. Yo me apoyé en ella; a su lado mis inseguridades adolescentes se diluían cuando su voz solucionaba mis problemas con firmeza. Victoria, a diferencia de mí, era segura de sí misma, sabía de sobra lo que quería y cómo lo quería, y lo que tenía que hacer para conseguirlo.
Me quería a mí; con el paso del tiempo fue tan obvio que cualquiera se habría dado cuenta. Cualquiera menos yo, por supuesto. Mi ego acababa por las nubes cada vez que salía de La Vipére Noire, pero yo simplemente pensaba que ella jugaba bien su papel.
¿La quise? Realmente no lo sé. Quererla, amarla, no era lo correcto. Dentro de su habitación, nuestro pequeño mundo, sólo éramos Victoria y Edouard, sin títulos ni obligaciones. Pero una vez que estábamos fuera, yo era Monsieur Decroix y ella una simple prostituta. No había un nosotros, y nunca lo habría.
¿Me importa? No fui capaz de llorar el día que me echó de la Vipére entre gritos. Pensé, erróneamente, que sería un enfado más de tantos. Cuando no quiso volver a recibirme, cuando Madame Black me confirmó que Victoria no quería verme más, supe que sería definitivo. Tampoco entonces derramé una sola lágrima.
Lo merezco. Sería estúpido por mi parte pensar que no, después de haberle causado tanto dolor, pero a veces no puedo evitar pensar que ella sabía dónde se metía, sabía quién era yo, cuáles eran mis obligaciones como rico heredero. Pero estuvo tan cerca de conseguir sus objetivos…
El cielo estaba cubierto de nubes grises y la atmósfera era húmeda, cargada, desagradable. Sin embargo, unos finos rayos de sol atravesaban, no sin esfuerzo, la espesura, y una irreal claridad inundó el canal, haciendo brillar el agua turbia del río. Ella intentando abrirse paso en mi vida… Sonreí por lo absurdo de la metáfora.
La echaba de menos, no podía negarlo. Con suerte, no la echaría de menos en unos meses. Nunca habría existido. Era lo mejor…


Para ti, que has leído esto y has acabado con la sensación de que no son más que sandeces.
Lo sé, pero soñar es gratis.