sábado, 31 de enero de 2009

Treinta y uno.

Finísimas gotas de lluvia comenzaron a golpear mi piel. Caminé calle arriba lo más rápido que mi recatada falda de tweed me permitía. La poca gente que aún paseaba a la caída del sol corría buscando refugio y pronto me quedé sola en las amplias calles empedradas. El frío era intenso y cortante; el viento aullaba entre las construcciones.
Un grito rasgó el silencio, haciéndose más agudo conforme mis pasos avanzaban. Se le unió otro, y después otro más. Se unieron a ellos voces masculinas extrañamente familiares. Al principio los sonidos se confundían y entremezclaba, imposibilitando su óptima captación, pero en cuanto me detuve, cada palabra comenzó a ser perfectamente audible.
-¡Puta, te vendí! ¡No sirves para nada! ¡Dejaré que te violen una y otra vez si con eso consigo algún beneficio!
En un primer momento pensé que se trataba de una de las constantes peleas de las parejas de los bajos fondos, pero ninguna ventana parecía abierta, ningún sonido estridente parecía enturbiar la paz.
-¡Maldita furcia! ¡Haz lo que te ordeno! ¡He pagado mucho dinero por ese pequeño cuerpo y no voy a desperdiciarlo!
Giré la cabeza a cada lado de la calle, extrañamente turbada. Mis ojos buscaban un resquicio, una puerta abierta, pero todo parecía haber sucumbido a una calma atemporal. Y la voz seguía gritando...
-¡Inútil! ¡No mereces vivir!
La lluvia caía con violencia; el mundo giraba velozmente a mi alrededor. Las voces ahora tenían caras, caras dolorosamente conocidas, que seguían aullándome improperios. Me tapé los oídos violentamente mientras me agazapaba contra el interior del portal. No quería oír aquello más, pero mis gritos no conseguían silenciar las palabras. La primera lágrima rodó por mi mejilla y estalló en el suelo. El resplandor mortecino de un relámpago la guió en su camino. La lluvia golpeaba el asfalto con tanta furia como si quisiera hundirlo. Yo había perdido absolutamente la noción del tiempo y estuve allí acurrucada luchando contra mi bullicio interno durante lo que me pareció una eternidad. Decidí no hablar de esto con nadie: yo no estaba loca…

miércoles, 28 de enero de 2009

Veintiocho.

-No sirves para nada.
Catherine lo miró sin comprender. Estaba exhausta a pesar de las innumerables horas de sueño; la tristeza caía sobre ella como una losa y se había adueñado de sus ganas de vivir.
Un sentimiento de culpabilidad extremo se apoderó de ella y sintió miedo. Nunca había visto los ojos castaños de Léonard brillar con tal fiereza, ni su semblante adoptar una expresión tan grave, cercana al odio. Se quedó ahí parada sin saber cómo actuar, esperando.
-Eres una completa inútil, niña. –Se levantó casi sin mirarla, como si así pudiera borrar su presencia. Catherine sintió cómo sus ojos se inundaban de lágrimas y su barbilla comenzaba a temblar. Musitó su nombre, pero él siguió su camino sin hacerle el menor caso. Ella reunió toda la fuerza que su pobre cuerpo le permitió y gateó sobre la cama hasta él.
-¡Léonard, mi amor! No te vayas así, yo…
-Calla.
El bofetón resonó en toda la estancia. Catherine cayó hacia atrás con todo su peso; la quemazón en la mejilla era casi insoportable. Un dolor agudísimo en la muñeca la hizo sollozar y él detuvo en seco su avance.
-¡Calla, puta! ¿Te parece eso dolor?
Aquel golpe fue más fuerte. Intentó protegerse con las manos pero él le retorció la muñeca. El crujido fue aterrador; su grito desgarró el silencio. Pero Léonard estaba poseído por un sentimiento maligno, un maremágnum de odio y furia.
-¡Tú has perdido a mi hijo! ¡Tú, bastarda!, –aulló mientras la pegaba aún con más fuerza. -¡Sólo tenías que darme eso y no has sido capaz!
Catherine se retorcía violentamente tratando de esquivar sus puñetazos, pero estaba extenuada. Gritaba pidiendo auxilio pero ninguna criada acudía a su encuentro: allí no estaba Mousse para socorrerla con sus varoniles brazos.
De pronto, tan rápido como había empezado, él se levantó y se fue. Se atusó la ropa sin siquiera mirarla y la dejó allí tirada. Catherine se acomodó con dificultad en la cama, temerosa de que un movimiento brusco acrecentara el dolor. Sin embargo, ningún dolor podría ser más intenso que tener que soportar aquella mirada. Cerró los ojos para no ver la sangre que manaba a borbotones de su labio partido crear un cerco a su alrededor. Se agazapó como pudo, sintiéndose débil y desprotegida. No era más que una pobre niña magullada…

lunes, 19 de enero de 2009

Diecinueve.

Cuando uno de los empleados de la familia Decroix llegó a la Vipére con un sobre para mí, no pude sino sorprenderme. Saqué el pequeño trozo de papel y enseguida descubrí su caligrafía pequeña y desigual.
A las 7 un coche pasará a buscarte. No acepto un “no” por respuesta. Edouard
Sonreí, y, durante un perverso momento, pensé en negarme, pero la curiosidad era más fuerte que cualquier deseo de molestarle. Levanté la vista hacia el hombre, que me miraba expectante, y asentí, sacando de la cómoda unas cuantas monedas y depositándolas en sus manos.
Pasé todo el día dándole vueltas a la proposición, como la joven indecisa a la que le acaban de pedir matrimonio, como una actriz que no sabe si aceptar un papel que puede llevarla al éxito más rotundo o al fracaso más absoluto.
-¿Vas a irte con el señorito? – Catherine abrió la boca sorprendida, mirándome con los ojos brillantes desde mi cama.
Reí; siempre me había encantado su forma de nombrarle. –Así es-. Mis ojos la buscaron a través del espejo del tocador mientras me empolvaba la cara.
-A Madame Black no le gustará; ya sabes lo que opina de involucrarse tanto con un cliente. Y más si hablamos de un Decroix.
-Lo sé. –Mis ojos se perdieron por un momento en la visión del espejo. Agité ligeramente la cabeza y me giré para mirarla.-Pero es mi día libre. Además, yo sólo voy a airearme y quizá tomar un té en algún salón. –Sonreí.- ¿Me cepillas el pelo?
Un elegante automóvil llegó a la hora indicada. El sol aún brillaba con fuerza, negándose a diluirse en la incipiente negrura.
El trayecto se me hizo eterno. El traqueteo era molesto; el calor, aunque remitía, hacía que la tela lila de la falda se me pegara a la piel y ni siquiera el abanico de encaje negro me aliviaba con su suave brisa. Pensé, resignada, que cualquier sufrimiento era poco si conseguía que me viera como la dama que había sido, que seguía siendo.

El vehículo paró de improviso en una de las calles comerciales más famosas y concurridas del momento. Edouard me esperaba en la acera, impecable, bello. Bajé ágilmente, sonriéndole, y él me devolvió una sonrisa diferente a la altiva que siempre solía lucir. Me llevó del brazo hasta una cafetería.
El salón era elegante, lleno de muebles de cedro y telas de color neutro, iluminado a estas horas por pequeñas lámparas de luz amarillenta. Se respiraba tabaco caro, coñac, brandy. Las conversaciones estaban llenas de voces masculinas que farfullaban sobre política o economía y ensordecían las notas tenues de un piano sonando muy lejos de allí. Cuando entramos, todas las cabezas se giraron hacia nosotros.
-Bienvenido, señor Decroix. –Un hombre enjuto y encorvado vestido con un uniforme pulcramente lavado y planchado se inclinó ligeramente. –Vaya, qué hermosa su acompañante. Bienvenida, señorita. –Hizo una reverencia más pronunciada. –Pasen por aquí.

Nos guió a través de un pasillo forrado con retratos de hombres imponentes y rasgos adustos y fieros. Nuestros pasos resonaban amortiguados por el suelo enmoquetado. Un aroma dulzón inundaba mis fosas nasales según nos adentrábamos en una sensual penumbra.
La sala no era más grande que mi habitación de la Vipére. Las cuatro esquinas estaba cubiertas con rinconeras de cuero. Un hombre gordo sobaba a una jovencita algo mayor que yo con descaro, con sus ojos porcinos brillando con lujuria. En otra esquina, una mujer de dudosa belleza, borracha y pintarrajeada al extremo intentaba sin éxito entretener a un hombre de nariz aguileña y perpetuo gesto de repugnancia. Ellos levantaron la vista a mi paso; ellas escondieron risitas tontas cuando vieron a Edouard. Qué espectáculo tan vulgar, qué lamentable.
Contuve la ira que me embargaba disimulándola a duras penas bajo una máscara de serenidad, pero estallé en cuanto volvió el bullicio natural.

-¿Ni siquiera fuera de mi hogar vas a dejar de considerarme una prostituta? No sé para qué me traes aquí entonces; en la Vipére habríamos estado mucho más a gusto. Al menos, no tendría que soportar todas esas miradas inquisidoras.
-¡Vamos, Victoria! –resopló Edouard. –Te he traído aquí porque es mi sitio favorito, y si he elegido esta hora y no otra es porque no soporto las voces agudas de las altas damas graznando cotilleos y risitas mientras toman el té de las 5-. Ladeó la cabeza.- Sé que tú tampoco.

Callé para no dar pie a una de esas discusiones absurdas que tanto adorábamos. Charlamos hasta que la oscuridad se cernió sobre las calles, amortiguada únicamente por las luces ambarinas de las farolas. Cuando salimos del local, el aire era fresco y agradable; un descanso para la torridez de la mañana. Llegamos a uno de los puentes desde donde el río se extendía en toda su magnificencia, calmo e imponente. Me apoyé contra el saliente de piedra caliente, observando las luces cambiantes, y Edouard se colocó de súbito tras de mí, lo suficientemente cerca como para la sentirlo y lo suficientemente lejos como para desearlo.

-Cierra los ojos.-Su voz de niño travieso me hizo sonreír.
-¿Qué clase de barbaridades vas a hacerme mientras los tenga cerrados? Te recuerdo que soy una señorita recatada.
Rió. –Alguna que sin duda te gustará.
Noté algo metálico posarse entre mis clavículas, y algo más suave que el raso acariciar la piel por la que pasaba. La frialdad de un broche cerrándose en torno a mi cuello me hizo estremecer ligeramente.
-Ya puedes abrirlos –susurró Edouard en mi oído.
Palpé con ansiedad la gargantilla, deseando tener algún espejo cerca. Rocé la seda con los dedos; descubrí las formas de un camafeo con un marco de plata. Estaba totalmente inundada por una febril felicidad, un cosquilleo incierto recorriendo mi piel. Le miré con ojos brillantes y mis labios comenzaron a dibujar una sonrisa, pero, de pronto, la desconfianza borró toda dicha de un soplido.
-¿Por qué me regalas esto?
Pareció absolutamente decepcionado ante la pregunta. Se separó de mí bruscamente y su rostro se torció en un mohín de repugnancia.
-¿Es que no eres capaz de aceptar un mísero regalo sin mal pensar? –gritó, dando un par de vueltas sobre sí mismo. -Victoria, por Dios, no necesito comprarte con obsequios. Si te lo he regalado es, simplemente, porque quiero que lo tengas. –Fijó la mirada en mí, y de pronto su expresión se tornó triste y pensativa. –Era de mi abuela.
Bajé la vista, avergonzada, incapaz de encontrar alguna excusa que me siguiera permitiendo tener razón. Un silencio incómodo se había interpuesto entre nosotros y Edouard echó a andar alejándose de allí. El vacío estrujó mi pecho con una violencia inusitada.
-Lo siento.
No pude decir nada más, pero no fue necesario. Se detuvo, sorprendido. Inspiré hondo; tendría que tragarme el orgullo si quería que no se fuera de allí. Y, creedme, realmente quería que se quedara.
-Nunca pensé que fueras capaz de entregarme algo tan valioso para ti.
Soltó un bufido y se encogió de hombros, moviendo de lado a lado la cabeza.
-No eres capaz de imaginarte lo agradecida que me siento, Edouard.
Me miró por el rabillo del ojo y sonrió; seguiría torturándome hasta quedar completamente satisfecho.

-¿No tienes nada más que decir, querida? -Ante mi silencio, echó a andar. -Bueno, está bien. Au revoir, mademoiselle.
Avancé con rapidez hacia él hasta alcanzarle. Le cogí un brazo y le obligué a girarse.
-Edouard, no me hagas esto.
Mi voz se quebró de pronto. Mi cara suplicante le dibujó una sonrisa macabra en el perfecto rostro.
-Dilo.

Sentí cómo el pánico me estrujaba las entrañas. Mi orgullo me impedía ceder, me impedía pronunciar lo que el quería oír aunque deseara decírselo desde ese día y para siempre. Le atraje hacia mí; su cara se tornó lasciva y altiva a un tiempo. Mis labios se acercaron a su oído, curvándose para pronunciar un "te quiero" que nunca salió. Mis manos se adelantaron a mi voz como si quisieran impedir el desastre y obligaron a nuestros labios sellarse. Él intentó apartarse, contrariado por no haber conseguido su propósito, pero el deseo era más fuerte, y la sensación de victoria mucho más placentera que cualquier palabra vacua.
Ella se había rendido, lo sabía.

jueves, 15 de enero de 2009

Quince.

Cuando lo conoció, le resultó amenazador. Se sentía diminuta a su lado, impresionada por su colosal altura. No era capaz de mirarle directamente, temerosa de que sus ojos negros se clavaran en ella y la hirieran. Ella no era más que una simple criadita y él, aunque parco en palabras, era un pilar fundamental de La Vipére Noire.
Pero cuando Catherine comenzó a explotar su cuerpo y pasó a pertenecer a la élite del local, dejó de espiarle agazapada en la puerta de su habitación, deseando su tez oscura, sus manos grandes y las miradas desde aquellos ojos negros y profundos como el mayor de los abismos. Pudo mirarle de frente, sonreírle; y, sin embargo, seguía siendo demasiado tímida para hablarle sin sonrojarse intensamente o tartamudear.
Aquella noche se sentía espléndida, llena de vitalidad. Los clientes volvían las cabezas a su paso y los piropos eran constantes. Al menos una decena de hombres pasaron aquella noche por su habitación; deseosos de ella.

Sólo pudo descansar cuando las primeras luces del alba se colaban curiosas por las ventanas de su habitación. Corrió los cortinajes de terciopelo oscuro y se tumbó en la cama sin molestarse en quitarse la bata de seda. Los minutos pasaban y el sueño se iba apoderado de ella con sutileza.
No oyó la puerta abrirse suavemente y tampoco notó las manos que descubrían su cuerpo hasta que el frío la hizo estremecer. Una lengua se deslizaba rápidamente por sus pezones, ayudándose con los dientes para erigirlos hasta el límite. Unos dedos ágiles abrieron sus piernas y se introdujeron lentamente, produciéndole un placer que rara vez conseguía sentir.
Entreabrió lo ojos y sólo vio oscuridad, pero el aroma penetrante y dulzón del camarero inundó sus fosas nasales al instante. Volvió a cerrarlos, satisfecha, sonriendo para sus adentros.
-Mousse...
Se retorció violentamente y gritó cuando el placer llegó a su punto máximo, pero él no la dejó parar. Siguió dentro de ella, una y otra vez, durante horas. Catherine nunca se había sentido tan plena, tan feliz. Cayó en un sueño profundo, y, cuando despertó, nunca supo si aquello había pasado o sólo había el sueño más maravilloso de su vida.

Sabes que no quería escribir esto, que me siento demasiado violenta imaginándote haciendo suciedades con mi camarero xD. Pero es tuyo, es tu regalo, y aquí lo tienes.
Gracias por las innumerables cosas que hemos vivido y por las que aún nos quedan. Sabes que te quiero muchísimo *O*.
Feliz Cumpleaños, Arebita.