martes, 8 de julio de 2008

Siete (II)

idChristine esperó durante horas, pensando en el momento en que se conocieron; en cómo su padre le había presentado al hijo de aquel noble amigo suyo, algunos años mayor que ella; la forma en que se había enamorado de él al instante.
Ante la indignación de los invitados, los padres de los novios se vieron obligados a deshacerse en disculpas con ellos y perdirles que se retiraran hasta nuevo aviso. La novia, desolada, se negó en un primer momento a abandonar el santo lugar, hasta que, convencida por su padre de que era mejor volver a casa y esperar allí, accedió.
Lloró durante todo el trayecto. Cuando llegó, subió despacio las escaleras hasta su cuarto, silenciosa y con la mirada perdida, y se sentó delicadamente en el sillón de su escritorio.
Marie llamó con unos tímidos golpecitos y entró, a pesar de no recibir permiso.
-Señorita...
Christine no se inmutó. Siguió con la vista fija en el espejo, mirando sin ver.
-Señorita... El señor Adrien vino hace un rato... Me..
Como movida por un resorte, Christine saltó del taburete y se abalanzó contra la criada.
-¿¡Cómo!? ¿Adrien ha estado aquí? ¡Habla, maldita, habla! - gritó, zarandeándola.
-Señorita, tranquilícese, por favor. Él...
-¿Cómo voy a tranquilizarme, inútil? ¿Mi prometido ha estado aquí y quieres que me tranquilice? -voceó, soltándola de golpe.
Marie tenía miedo. Su señora parecía poseída por el mismo Diablo. Antes de volver a convertirse en el blanco de su furia, sacó un pequeño sobre blanco del bolsillo de su uniforme. En la parte delantera podía leerse Christine Black, escrito con una letra temblorosa y ligeramente inclinada. En ese mismo instante, Christine se giró y observó con los ojos muy abiertos las misiva.
-¡Fuera de aquí! -aulló, arrancándole la carta de las manos y empujándola hacia la puerta. Rompió el sobre y desdobló el papel descuidadamente, ávida de noticias. En su interior, fluía la esperanza de encontrar una disculpa y una nueva fecha para el enlace. Leyó:

Querida Christine:

Después de escribir a mis padres explicándoles mis motivos, me siento en la obligación
moral de dirigirme a ti.
Ahora mismo estoy a punto de embarcar en el buque que nos llevará a Virgine y a mí a
tierras lejanas, lejos de obligaciones y matrimonios de conveniencia.
Tu cuerpo infantil nunca fue de mi agrado. A pesar de tu belleza, tu inexperiencia en el
terreno amoroso me hizo perder cualquier interés por ti.
Sin embargo, cuando conocí a Virgine supe que sería la mujer de mi vida. Después de unos cuantos encuentros sexuales, le prometí que acabaría con la mala vida que llevaba y la
convertiría en mi esposa.
Intenté disuadir a mi padre de nuestro compromiso, para no hacerte pasar por el mal trago
de ser plantada ante el altar.
Lo siento, Christine, pero, al no conseguirlo, no me quedaba más remedio que huir sin hablar
a nadie de mis planes.
Espero que encuentres un hombre que te merezca.

Siempre tuyo,

Adrien.

Christine destrozó la carta en un ataque de ira. Chilló, maldijo, pataleó, tiró todo cuanto pudo. Las lágrimas ardían al rodar por sus mejillas. Presa del odio, se arrancó el vestido y, semidesnuda, lo desgarró con saña.
Su padre y dos criados entraron en la habitación y la ataron de muñecas y tobillos hasta que, agotada por el esfuerzo, se calmó. La tumbaron en la cama y volvió a su estado catatónico inicial.
-Fresita...-susurró el señor Black, sentado al borde de la cama, acariciándole el cabello-. Fresita, no te preocupes. Todos los jóvenes de la ciudad están deseando ser tu esposo. Mi vida, siento tanto haber elegido a tal sinvergüenza para ti...Pero esto no quedará así, puedo asegurarte que haré cuanto esté en mi mano...
Pero Christine no le prestaba la menor atención. Su cerebro bullía de una actividad frenética y desordenada. ¿Por qué a ella...?
Acabó durmiéndose, horas después, con un sueño pesado e intranquilo.
Se despertó temprano, asombrosamente lúcida y despejada. Bajó a desayunar después de vestirse y asearse y encontró en el comedor a su padre, al que besó en la calva amorosamente.
-Buenos días, querida. ¿Has dormido bien? -dijo, ofreciéndole asiento.
Ella declinó la invitación y se mantuvo de pie, frotándose nerviosamente las manos.
-Verás, papá, he tomado una decisión.
-Te escucho, fresita.
-Necesito disponer de la herencia de mamá. Sé que no soy mayor de edad y que no debiera tenerla tan pronto, pero considéralo mi regalo de cumpleaños.
-¡Oh, es cierto! Daremos la mejor fiesta de la ciudad. ¿Has pensado ya en los invitados? Bueno, lo mejor será que John se encargue de estas cosas.
-Papá, ¿me darás o no la herncia?
El hombre bajó la mirada y carraspeó:
-Bueno, Christine, no sé si será lo más conveniente.
-No siempre lo más conveniente es lo mejor -replicó amargamente, desviando la mirada.-Prometo que haré un buen uso de ella.
-Confío en que así será. Esta tarde firmaremos el traspaso de poderes. Ahora desayuna con tu viejo padre, que tanto te necesita.
Christine salió de casa cargando con un pequeñísimo bolso en cuanto recibió la herencia, alegando que había de hacer unas compras para su nuevo proyecto.
Fue ese el último día que la rica heredera de la familia Black pisó su hogar.
Dedicado a Lady Ginebra, que mañana se va de viaje.
Dedicado a Mae Lilien, que ya lo está.
Os echo de menos.

lunes, 7 de julio de 2008

Siete (I)

-Ya verá, señorita, va a ser la novia más guapa de la ciudad. ¡Qué digo la ciudad! Será la novia más guapa del país.
Christine rió, complacida. Miró el traje nupcial tendido sobre la cama y sonrió, pensando en Adrien, mientras la criada tensaba las cuerdas de su ropa interior.
-Apriétalo más, Marie; quiero que la cintura quede lo más marcada posible.
Obedeció y Christine boqueó ligeramente debido a la presión. Cuando la señorita estuvo satisfecha, Marie le ofreció la bata de raso.
-¡Fresita mía! -exclamó un hombre no muy alto y corpulento, abriendo la puerta del dormitorio de par en par.
-¡Papá!
Christine abrazó efusivamente a su padre y lo besó en la mejilla, justo antes de que él la cogiera de la mano y la hiciera girar sobre sí misma, al tiempo que ambos reían.
-Mi preciosa niña... ¡Estás radiante! ¡Absolutamente preciosa! Me alegro tanto de que hayas encontrado un hombre tan conveniente... Si te viera tu madre... Estaría tan orgullosa de ti -se secó una lagrimita invisible y abrazó a la muchacha.
-No exageres -dijo, riendo-, aún no me he puesto el vestido.-Tras un pequeño silencio, separándose y ladeando la cabeza, dijo: -Bueno, papá, has de irte. Aún queda mucho por hacer.
-Sí, hija, tienes razón. En un par de horas vendremos a buscarte. ¡Qué feliz soy! Si te viera tu madre...-exclamó al salir, acompañando sus palabras con grandes aspavientos.
Christine se sentó en el tocador y comenzó a empolvarse, mientras Marie le cepillaba el larguísimo cabello azabache.

Exactamente dos horas después, tal y como había anunciado el señor Black, llamaron a la puerta. Christine bajó las escaleras agarrada a la barandilla pulida, con la cabeza alta y la sonrisa triunfal, teniendo como telón de fondo los halagos de todo el servicio.

Salió del carruaje ayudada por su padre. Los presentes ahogaban exclamaciones de asombro a su paso. Su cara, semioculta por el velo de encaje, podía adivinarse blanca, pura, perfecta. Los ojos grises brillaban, llenos de felicidad. Los labios, rojísimos, se curvaban en una sonrisa cada vez que su mirada se cruzaba con la de algún invitado. Los susurros eran constantes aunque disimulados.
-Está realmente espectacular: parece un ángel. Incluso diría que irradia una luz especial -murmuró un invitado.
-Sí, sí -coincidió otra- cualquiera diría que sólo tiene catorce años.
-Si la viera su madre...¡Pobre mujer, tan joven y ya en el seno de Nuestro Señor! -lloriqueó una viejecilla.
-Ya se sabe; el que tiene un vicio...
-¡Calla, mujer, no seas cruel! Vamos, vamos -apremió el hombre-, es hora de entrar.
Toda la iglesia estaba adornada por orquídeas blancas por expreso deseo de la novia. El sol de abril se filtraba por entre las vidrieras, tiñendo los antiguos bancos con una luz casi mágica.
Christine giraba la cara a uno y otro lado, regalando sonrisas, cuando, al mirar al frente, un súbito desasosiego se apoderó de ella. En el lugar donde debería estar Adrien, su flamante prometido, sólo estaba el banco forrado de terciopelo.
-Papá-susurró, y su voz tomó un matiz de puro terror infantil-. Papá...¿Por qué no ha llegado ya Adrien?
El hombre salió de su ensimismamiento y miró hacia delante también.
-Tú tranquila, fresita. Seguramente haya tenido algún problema con el transporte. ¡No puedes fiarte de estos inventos tan modernos! Tú sólo sé paciente y espera. Llegará pronto.
Pero Adrien nunca llegó.

miércoles, 2 de julio de 2008

Dos.

Catherine abrió la puerta de mi dormitorio sin llamar y me encontró en el tocador blanquecino, mirando lánguidamente el espejo y cepillándome el largo cabello negro sin poner demasiada atención.
Su voz cantarina y aniñada me despertó de mi ensimismamiento y comenzamos a charlar animadamente de diversos temas. De súbito, la imperante necesidad de conocer el pasado de aquella extraña mujercita que me había sacado de la miseria más profunda acudió a mí y dije, dubitativa:
-Catherine...
Giró la cabeza hacia mí, observándome expectante desde el pequeño sillón de terciopelo.
-Me gustaría saber algo... ¿Cómo llegaste aquí? Si crees que es una pregunta del todo inadecuada, puedes, perfectamente, pedirme que no me meta en tus asuntos –me apresuré a añadir.

-Eres mi única amiga de verdad -dijo, encogiéndose de hombros, -no entiendo por qué no podría decírtelo. Mi madre está enferma.
-Me encantaría que detallaras algo más, querida.
Rió. -¿De verdad quieres oírlo? No es una historia para nada interesante...
Me levanté del taburete y me tiré sobre la cama, cigarrillo en mano, preparada para escucharla.
-Adelante.
"Verás. Mis padres se casaron muy jóvenes. Poseían una casa solariega, grande, aunque no demasiado bonita, y algunas tierras de labranza. Pronto decidieron que aquellas tierras eran demasiado extensas para ellos solos y no podían permitirse contratar más campesinos. ¿Qué mejor que tener hijos y que ellos sirvieran de mano de obra barata, cualificada y absolutamente dependiente? Soy la mayor de seis hermanos. Estoy absolutamente segura de que hubiéramos sido muchos más de no ser porque la tuberculosis llamó a nuestra puerta. Madre empezó a sentirse cansada continuamente. Cuando la fiebre se hizo altísima, no tuvo más remedio que dejar la vida en el campo y pasar al reposo casi absoluto. Padre y yo, especialmente yo, nos hicimos cargo de ella. Parecía mejorar, incluso los sudores fríos de cada noche remitían, hasta que llegó lo peor: un día, sin previo aviso, tosió sangre. ¡Sangre, Victoria! –Tomó aire.- Y desde ese momento siempre estaba deprimida, apenas comía y sólo aceptaba la compañía de mi hermana más pequeña. Lloraba continuamente, como si la fría mano de la Muerte la oprimiera. Nos vimos obligados a llamar al médico. Le recetó unos medicamentos que no nos podíamos permitir; pero, esa misma noche, Padre decidió que yo debería partir de inmediato hacia la ciudad y buscar una casa en la que servir. Y así fue, una familia noble me compró como criada. Tenía algo menos de once años y ninguna experiencia. Los gritos eran constantes y pronto se convirtieron en golpes. Me escapé de allí. No sé ni cómo ni de dónde saqué fuerzas para hacerlo, pero una noche hice un hatillo con mis escasísimas pertenencias y corrí hasta no poder más. Madame Black me encontró, como te encontré yo un día, y me acogió. Al principio sólo hacía tareas del servicio, pero, cuando crecí un poco más, me convirtió en una de sus chicas. Dicen que tenía mucha demanda – reímos.- Todo el dinero que ganaba se lo mandaba a mis padres. Ahora, desde que Madre está casi curada, siempre guardo una pequeña parte, para cuando salga de aquí –sus ojos tomaron un brillo soñador.- Recuerdo cuánto miedo le tenía a todo el mundo… -suspiró y se revolvió en el sillón.- Antoine hizo que las cosas fueran mucho más fáciles para mí. El resto, desde que llegaste, es de sobra conocido. Gracias a ti vivo una especie de época dorada de mi vida." ¡Si es que te quiero mucho, bobita! –corrió, riendo, y se tiró encima mía.
-Sabes que es mutuo, pequeña flor. No sé qué sería de mi vida sin ti. Gracias… Por todo.