martes, 24 de junio de 2008

Veintinueve.

Años atrás, siendo pequeña, decidí que mi mayor objetivo en la vida era ser feliz. O, al menos, todo lo feliz que mi clase social me lo permitiera.
A la tierna edad de diez años, no había en mí el mínimo atisbo de rebeldía. Soñaba con casarme de blanco, virgen, con el hombre que mi padre hubiera elegido para mí. A pesar de que no sabía muy bien en qué consistía la noche de bodas, supuse que en ese entonces quedaría encinta del que sería nuestro primogénito, un precioso varón que se llamaría como su padre y heredaría los mejores rasgos de ambos. Después vendrían más embarazos, seguramente niñas, a las que prometería desde el nacimiento con los hijos de las mejores familias de la ciudad.
Sí, a ellas las enseñaría a ser unas perfectas y recatadas señoritas burguesas, cuyas únicas preocupaciones serían supervisar la educación de la prole y cuidar al marido.
Y él sería todo un hombre, dedicado a los negocios, con la suficiente autoridad como para dirigir y sacar adelante a toda una familia.
Todas mis ilusiones se truncaron exactamente tres años después.
Entonces, coincidiendo con mi llegada a La Vipère Noire, mi mayor objetivo cambió. Ni siquiera me planteaba alcanzar la felicidad; rezaba cada día por que al siguiente siguiera viva, bajo techo y con algo que llevarme a la boca.
Cuando conocí a Edouard, y no me refiero a conocer carnalmente –porque así podría decirse que conozco a infinidad de hombres- sino a su ser, a la personalidad que encerraba aquella máscara de hipocresía, rocé con la punta de los dedos esa felicidad antaño tan ansiada. Estar con él era sentir que yo era la Victoria de apenas una década, que aquel hombre bello era el prometido que mi padre había elegido. Y aquel futuro de hijos y monotonía azucarada se había convertido en una realidad palpable y plausible.
Y, sin embargo, pronto, muy pronto, supe que con él jamás llegaría a ser feliz. Nunca dejaría de verme como a una zorra: su zorra, en la que más se había gastado, a la que más noches había poseído, con la que había comenzado su andadura sexual.
Pero nunca podría ver en mí la esposa a la que dedicara su vida, la madre de sus hijos, su futuro.
Me siento estúpida, tanto como las heroínas de novelas románticas que tanto le gustaban a Catherine, cada vez que, en el fondo de mi ser, reconozco que hubiera hecho absolutamente cualquier cosa por él. Sólo tendría que haber dejado salir de aquellos maravillosos labios el más nimio de sus deseos y yo lo hubiera cumplido.
Dudé muchas, muchísimas, veces de que este sentimiento que me corrompía fuera algo más que puro deseo. Sigo dudándolo, transcurridos los años. Pero él sigue ahí, aunque Edouard no siempre esté, aunque jure mil veces odiarle.

lunes, 23 de junio de 2008

Veintitrés.

Adèle no era especialmente hermosa. Sus ojos eran del marrón más común; su cara no era pálida, como exigían los cánones de belleza, sino que presentaba un suave tono moreno; su cabello era castaño oscuro, lacio y sin demasiado brillo. Sin embargo, emanaba un encanto especial que la hacía completamente irresistible a cualquier hombre.
Aquel día comenzó sin ninguna novedad para ella. Ordenó la habitación, que no compartía con nadie por su veteranía, ordenó el salón y preparó café para todas sus compañeras.
La noche llegó, y con ella los primeros clientes. Y allí lo vio, tan engalanado como los demás, con aquel aire soberbio de los altos burgueses. Se acercó a él: tomaron unas copas, charlaron durante horas. No se preocupó demasiado por ofrecerle sus servicios, y él tampoco parecía tener ninguna prisa por demandarlos.
El alcohol se le subió a la cabeza con rapidez, a pesar de estar tan acostumbrada a su ingesta. Aquel hombre, que no se presentó, comenzó a besarla y a toquetearla, y ella se dejó hacer. Pronto él le pidió un lugar más íntimo y ella lo llevó gustosa a su habitación, entre risas y trompicones.
-Anda, cierra la puerta con llave: no quiero que nos molesten - dijo, situado detrás de ella, acariciándole los hombros y desabrochando el corsé.
-Nadie va a molestarnos -rió ella.
-Hazlo.
Su tono de voz no admitía réplica. Adéle obedeció, sintiendo un escalofrío de terror recorrer su espalda. En el último momento, dejó de girar la llave, dejando la puerta semiabierta.
La desnudó entera, aun cuando él ni siquiera se había desprendido de su chaqueta de tweed. Adéle empezó a desconfiar de aquel extraño hombre cuyo nombre no conocía.
-Túmbate. Quiero que te masturbes para mí.
-¿Cómo? ¿No preferirías hacerlo tú?
-No. Hazlo. Y no cuestiones mis órdenes.
Ella se tumbó, sorprendida por tal petición. Turbada, comenzó a acariciarse el clítoris con una mano y, transcurrido un rato, introdujo varios dedos de la otra en su vagina. Gemía e incluso lanzaba algún que otro gritito con el fin de aumentar su excitación, pero él la miraba fijamente, impasible. Cuando hubo acabado, él se recostó sobre el sillón que había colocado frente a ella para observarla con mayor comodidad y giró la cabeza, con un ademán entre el aburrimiento y la meditación.
Súbitamente, se levantó y cogió dos cintas de tela que colagaban sobre el espejo del tocador. Se dirigió a ella y le agarró fuertemente una muñeca. Se la ató al cabecero de la cama con un nudo doble, y repitió la operación en el lado derecho. Adéle no fue capaz de articular palabra. Sentía un auténtico pavor: no estaba acostumbrada a la sumisión total; otras chicas eran especialistas en esa práctica, pero ella no.
Él la miró de arriba a abajo y sonrió malévolamente. Encendió un cigarrillo, dio un par de caladas y, sin previo aviso, comenzó a quemar la suave piel de Adèle. Ella empezó a patalear, pero él se subió rápidamente encima suya y su fuerza le aplastó las piernas contra el colchón. Gritó con todas sus fuerzas, pero el dolor seguía y él cada vez parecía excitarse más y más. Lloró, sumida en la desesperación, deseando con todas sus fuerzas que alguien la salvara de ese tormento.
Él se acercó a ella, jadeando, y le susurró al oído:
-¿Para qué te esfuerzas? La puerta está cerrada; nadie va a rescatarte. Eres mía. Puedo poseerte de la manera que más me apetezca...
Buscó entre sus bolsillos y sacó una pequeña navaja suiza de plata. Adéle, horrorizada, chilló aún con más fuerza. Y, de pronto, como una luz, Mousse acudió a su mente. Si tenía alguna posibilidad, vendría de la mano del robusto camarero. Lo llamó a voz en grito tantas veces como pudo, mientras el filo de la navaja se iba acercando más a su carne. El primer corte, alrededor del pecho, fue profundo y especialmente doloroso. No pudo gritar más, ya que la desesperación anegó su garganta y evitó la salida de sonido alguno. Pequeños cortes siguieron al primero, en diferentes puntos de su piel. Adèle veía la sangre correr, formando pequeños riachuelos abriéndose paso a través de su cuerpo, y se sintió desfallecer.
Nunca supo cuánto duro aquello. Sólo recordó, entre la paulatina pérdida del sentido, el sonido de una botella de cristal hacerse añicos sobre algo; el rostro negro de Mousse contraído en una mueca de dolor y sus brazos fuertes transportándola hacia algún otro lugar; la aguja cosiendo la carne; los gritos y reprimendas de Madame Black...

domingo, 22 de junio de 2008

Veintidós.

Edouard pareció conforme con la decisión. Le agarré suavemente del brazo derecho y le conduje a través del oscuro pasillo, en el que de las puertas situadas a ambos lados surgían gritos y gemidos de la más variada índole. Podía notar su nerviosismo mal disimulado tras una apariencia de altivez y seguridad en sí mismo.
Al fin llegamos a mi habitación. Saqué la pequeña llave de metal del pecho de mi corsé y abrí, empujando ligeramente con el hombro para que cediera. Por suerte, Françoise no había dejado su desastre habitual y todo estaba sorprendentemente en orden.
-Cierra la puerta, por favor -pedí, mientras encendía con una cerilla algunas velas. -¿Quieres algo de beber? ¿Un whisky, quizá?
Se acercó a mí y me besó con violencia, tirándome contra la cama. Intenté zafarme de él, pero todo su peso caía sobre mí, mientras se movía furiosa y descontroladamente. Me agarró del pelo y me susurró al oído:

-¿No es esto lo que se supone que he de hacer?
Conseguí apartarlo de mí a base de empujones y me incorporé, atusándome el pelo y poniendo el corsé en su sitio. Le miré de reojo, arqueando la ceja izquierda y levantando ligeramente el labio superior en un ademán de profundo desprecio.
-¿Crees que el hecho de tu padre haya pagado tan desorbitada cifra por hacer de ti un hombre te permite tratarme como si fuera una cualquiera?
-Eres una cualquiera -espetó, arrastrando cada sílaba.
-No te confundas, Monsieur. Soy la mejor, que no te quepa la menor duda de ello. Y ahora bien, podemos pasarnos toda la noche divagando acerca de la calidad de las diferentes prostitutas, pero me pagan por desvirgarte y es lo que pienso hacer.
Edouard sonrió, entre sorprendido y complacido. No estaba acostumbrado a las mujeres con carácter y se sintió inmediatamente atraído por ella más allá del evidente deseo físico. Si al menos Marie, pensó, no se dejara llevar tanto por la opinión de los demás...
Cuando quiso darse cuenta, yo ya estaba a horcajadas sobre él, desabrochando los botones del chaleco de seda beige, mientras le mordía y lamía lujuriosamente el cuello. Empezó a desatar con infinita torpeza el corsé negro que me cubría. Una vez desnuda, me apretó contra él, sintiendo su pecho subir y bajar agitadamente por la excitación. Con un súbito movimiento, se puso de pie, llevádome con él. Me arrancó la mínima falda de tul, decidido a llevar las riendas de la situación, pero me adelanté.
-No, Monsieur, así no. Yo -dije, poniendo especial énfasis -te haré un hombre. No intentes, por tanto, ser el macho dominante.
Después de una lucha pasional de la que ambos resultamos totalmente desnudos, piel contra piel, comenzó el juego. Volví a mi posición primitiva sobre él, con la única idea en mente de hacer que en el pensamiento de Edouard no hubiera otra cosa que mi cuerpo contra el suyo y mis labios acariciando su piel. Y más aún, ambicionaba convertirme en su favorita, la única a la que deseara, incluso por encima de cuantas otras hubiera en su vida.
El orgasmo llegó, antes para él que para mí, a pesar de todas las dificultades, a pesar de su inexperiencia, a pesar de sus movimientos cortos y frenéticos que se oponían a mis movimientos largos y profundos con las caderas.
-Déjate llevar -dije entre gemidos. -No olvides quién es el dominado en este juego.
Una intensa sensación de placer que le recorrió desde la nuca hasta el final de la espalda marcó el final. Exhausto, se dejó caer contra las sábanas.
-Eh, no seas egoísta... Yo aún no he terminado...
Gemí más fuerte y eso pareció excitarle. Me hizo acabar y, cuando me separé de él, quiso abrazarme, pero salté de la cama y me puse la bata de seda lila.
-¿Por qué no te quedas aquí conmigo un rato?
-Monsieur, -reí - a mí sólo me han pagado por los servicios sexuales, no para que te acune hasta que te duermas. Si quieres más, vuelve en otra ocasión con más billetes y haremos cuanto quieras.
Se levantó, aún desnudo, y me cogió de la muñeca. -Quiero que seas mía.
-Yo sólo tengo un dueño. Es una mujer y se llama Madame Black.
-Serás mía.
Ojalá fuera cierto, pensé con cierta amargura.

sábado, 21 de junio de 2008

Veintiuno.

Cuando lo vi entrar, no pude sino sorprenderme. Era bello. Nunca pensé que pudiera utilizar ese adjetivo en un hombre, pero no había otro más preciso para describirlo. Sus facciones, finísimas, parecían estar talladas sobre el mármol más puro. Sus ojos, aunque ligeramente hundidos, eran de un verde claro y luminoso; su boca era pequeña, formada por unos labios carnosos y rosados que invitaban a ser besados.
La llama del deseo ardió en mi interior al instante. No era usual ver hombres así en el burdel, y mucho menos cuya edad no superara la mía propia.
Venía acompañado de su padre, uno de los hombres más ricos e influyentes de la región, de poblado bigote entrecano y oronda panza producto de la edad y la ingesta indiscriminada de alcohol y grasa.

-Hola, preciosas. ¿Dónde está la señora Black?
Françoise se levantó al instante, como movida por un resorte, y se acercó a ellos, moviendo las caderas en un intento de parecer más sensual. Tenía la vista fija en el joven recién llegado, con la lujuria ardiendo en sus ojos castaños.
-La Madame volverá dentro de un rato... Mientras, yo misma podría serviros de compañía. A ambos.
Théodore Decroix miró de arriba a abajo a la prostituta y sonrió complacido.
-Quizá otra noche, querida. ¿Dónde está la señora Black? Es muy importante que hable con ella.
Madame Black salió de su habitación ataviada con un precioso vestido negro de noche que le dejaba los hombros al descubierto. Sonrió y saludó a todos los presentes desprendiendo encanto.
-¡Théo! Qué alegría que hayas venido. Ya te echábamos de menos por aquí- le besó suavemente en los labios y le guió un ojo como muestra de complicidad. -Vaya, ¿es este tu hijo? He de decir que ha heredado la belleza de su madre. ¿Cuál es tu nombre, hombrecito? -dijo mirándolo detenidamente.
-Edouard Decroix, señora, para servirla -le cogió la mano y se la besó, cortés pero altivo.
-Y ha heredado tu exquisito comportamiento con las mujeres. Encantada de conocerte, querido.
-Verás, mi pequeña flor, he traído a Edouard para que la mejor de tus chicas le convierta en todo un hombre.
Madame Black rió y se pellizcó suavemente la barbilla, echando un vistazo a todo el salón. Supe, antes de que lo dijera, que yo sería la elegida, y una sensación extraña, similar a miles de mariposas revoloteando en mi estómago, me inundó por entero. Fijó la mirada en Françoise, y ella sonrió, triunfal, y se acercó con la total intención de llevarse a Edouard a nuestra habitación.
-Françoise...
-¿Sí, Madame?
-Esta noche atenderás a los clientes en la habitación de Adèle, ya que ella se ha visto obligada a cuidar de su madre enferma. Victoria...-dijo, volviendo la cabeza hacia mí, - ¿me harás el favor de dejar el listón de La Vipère bien alto con el señor Decroix?
-No lo dudes, Madame.



viernes, 20 de junio de 2008

Veinte.

Llegamos a La Vipère Noire después de una caminata no excesivamente extensa, en la que Catherine me habló ininterrumpidamente del lugar y sus extraños moradores.
Madame Black se paró frente a la fachada de una casa solariega, pintada de rosa pálido. Sacó una gran llave de plata del pequeño bolso de fiesta verde esmeralda a juego con su vestido y nos hizo pasar a través del quicio de la puerta de madera tallada.
Nos recibió una entrada rectangular, iluminada únicamente por la tenue luz de las lámparas de gas e impregnada de un aroma dulzón. Un par de muebles de ébano contrastaban con las paredes de damasco y la moqueta burdeos que cubrían la estancia.

Mi nueva dueña se adentró por la puerta del fondo y Catherine la siguió, dócil, arrastrándome con ella. Los pasillos estaban forrados de la misma manera que la entrada y se me antojaron eternos, inacabables.
Por fin llegamos al lugar donde se desarrollaría gran parte de mi vida. Amplia, luminosa, lujosa. El piano, situado al fondo, tenía a cada lado dos puertas de madera azabache y tosca. La barra del bar estaba regentada por un hombre de color, alto, corpulento y sorprendentemente atractivo. Sus ojos negros se clavaron en mí durante unos segundos, analizándome, y después volvieron a su tarea. Poco después supe que era llamado por todos Mousse y sólo la Madame conocía su verdadero nombre.
De esas puertas salió el que con el transcurso de los meses se convertiría en el hermano mayor que nunca tuve. Su cabello, de una viva tonalidad anaranjada, centelleaba bajo la trémula luz del ambiente. Su piel pálida brillaba, quién sabe si del sudor tras acabar el acto sexual o de algún cosmético hidratante altamente graso. Su pecho estaba desnudo y sólo una especie de calzones blancos cubrían su entrepierna. Caminó, estola al cuello, hacia el lugar donde estábamos paradas moviendo exageradamente las caderas, sin dejar de sonreír.
-¡Ay, Madame! ¿Quién es esta preciosidad que nos has traído? Deja que te vea, querida...-me hizo dar una vuelta completa sobre mí misma; alborotó mis cabellos; inspeccionó mi rostro; palpó mis senos y mi trasero sin ningún tipo de consideración. -Bueno...-dijo una vez acabado el reconocimiento- no tiene unos grandes atributos. Pero tú dale un añito o dos más y ya verás, ¡esta se nos convierte en la reina del lugar!
Madame Black sonrió y aquel extravagante sujeto se dirigió a la barra, donde besó apasionada y sonoramente a Mousse.
-No te preocupes -me susurró Catherine -Antoine siempre hace eso con las nuevas.

jueves, 19 de junio de 2008

Diecinueve.

Si lo que cuenta es la primera impresión, he de decir que fue mala desde el principio. Sus ojos marrones me recorrieron de arriba a abajo, delirantes, ansiosos, llenos de un rencor supremo y descontrolado. Su cuerpo enjuto y desgarbado se encogió en un ademán de desagrado cuando pasé a su lado para dirigirme a la habitación, que, desgraciadamente, compartiría con ella.
Las cosas no mejoraron cuando las palabras salieron de su boca. Como el más burdo veneno, su saludo fue:
-¿Tú eres la hija del comendador, no?
La miré de reojo, más preocupada de acondicionar el camastro en el que dormiría y posiblemente atendería a los clientes de ahora en adelante, y no contesté.
-¿Qué pasa? ¿En tu casa no te han enseñado buenos modales? -farfulló, con una agudísima risa burlona.
-Siempre me han dicho que no debo hablar con las paredes. Suele estar mal visto.
Salí de la alcoba sin preocuparme lo más mínimo por mi compañera. Segundos después, cuando su pequeño cerebro procesó la información, corrió tras de mí, gritando improperios a diestro y siniestro, completamente ofendida.
-¡Furcia! ¿Piensas que por haber nacido con apellido y dote puedes creerte la reina de Saba? ¡Todo el mundo sabe por qué estás aquí; todos saben que tu mayor afición son los hombres casados que te triplican la edad!
La bofetada resonó por todo el salón. Las pocas personas que pululaban por allí, bien dedicándose a sus tareas diarias, bien divirtiéndose o acicalándose, giraron instantáneamente sus cabezas para mirarnos.

Desde entonces, aquella bastarda, de nombre Françoise, decidió que su vida miserable debía verse satisfecha por algún pequeño capricho. Y qué mejor que hacerle pasar a la novata, con sus aires de niña insolente y malcriada, un infierno mayor al que ardía en su fuero interno.
Pero aquella pobre ingenua no sabía lo que era el Infierno, ni lo que mis palabras serían capaces de hacerle a su débil mente.

miércoles, 18 de junio de 2008

Dieciocho.

-No es más que una niña.
Madame Black pasó sus largos y finos dedos por mi pálido rostro, ahora ennegrecido por la suciedad imperante en los suburbios de la ciudad por los que había vagado durante días. Me tomó de la barbilla con cuidado y me obligó a mirarla a los ojos. Casi tuve ganas de reír cuando descubrí que aquella que osaba cuestionar mi edad no habría nacido más que un par o quizá tres años antes que yo. Y, sin embargo, desprendía madurez por cada poro de su piel, además de un aura de frialdad que me cautivó instantáneamente. Sonreí con cierta altivez, como había aprendido de mi padre que debían hacer las personas de mi clase, y Madame Black sonrió a su vez, con cierta ironía.

-Y demasiado orgullosa para ser una simple huérfana. No nos sirve. -y dicho esto, se dispuso a alejarse, meciendo su larga melena negra al compás del viento frío que había comenzado a soplar.
-¡Pero... Madame, no puedes dejarla aquí! Yo... -dijo Catherine, de mirada infantil y cuerpo desarrollado al extremo, pasándome un brazo por los hombros- ¡necesito compañía, Madame!
La bella muchacha se giró pausadamente, como si necesitara calmarse antes de dar una respuesta. Frunció el ceño, y pensé, divertida, que con esa expresión no parecía más que una adolescente enfurruñada por no haber conseguido su propósito. Su voz tomó un matiz de absoluto desprecio cuando dijo:
-¿Acaso no tienes bastante compañía con los demás, que te cuidan y protegen casi con su vida? Pequeña furcia desagradecida...
Pero a Catherine ese comentario no pareció importarle y siguió insistiendo hasta que Madame Black, harta de escuchar la sarta de argumentos que salían de su boca, me aceptó entre sus chicas.
-Pero no creas -dijo, fijando la vista en mí- que gozarás de algún privilegio en mi salón. No me importa lo más mínimo lo cara que fue la cuna que te arrulló.
-Cualquier cosa es mejor que vagar por entre la inmundicia.
Madame Black sonrió misteriosamente, a medio camino entre el sarcasmo y la complacencia. Se giró y caminó despacio, instándonos a seguirla.
Catherine me agarró de la mano y me obligó a andar hacia delante.
Aquel día supuso el comienzo de una amistad que aún continúa.
Aquel día supuso el comienzo de una espiral de depravación y vicio de la que jamás saldré.

martes, 17 de junio de 2008

Diecisiete.

Hace hoy exactamente tres años que llegué a La Vipère Noire. Exactamente tres años desde que Madame Black me acogió en su seno tras ser abandonada a mi suerte por una de las familias más influyentes y poderosas de la ciudad.
Aplasté el cigarrillo contra el cenicero de cristal y me recosté en el sillón de terciopelo rojo. La rabia volvió a inundarme, como cada aniversario. Lloraría si pudiera, creedme, pero hace tiempo que aprendí, a base de duros golpes, que las lágrimas no tienen cabida en un lugar como este.
El recuerdo de mi padre afloró en mi memoria, contaminándola. Aquel ser despreciable había permitido que una niña apenas desarrollada fuera ultrajada y vejada de semejante forma...
Arañé con violencia la piel de mis brazos, notando poco a poco la sangre caliente manar por entre mis dedos. Oí, entre los ecos de mi delirio, unos pasos acercándose apresuradamente.
-¡Victoria! ¡Victoria, detente!
Chillé y pataleé cuanto pude en el momento en que un par de manos de hombre me asieron suavemente aunque con firmeza. Una figura alta y de magníficas proporciones anduvo hacia nosotros, anudándose con elegancia la bata de seda aguamarina que cubría su cuerpo semidesnudo.
-¿Otra vez, petite Victoire? -susurró, acariciando mi pelo con infinita dulzura. -No debes preocuparte por el pasado, querida. Nosotros, -dijo, señalando a la decena de rostros, tanto femeninos como masculinos, que habían acudido alarmados por el estruendo - somos tu única y verdadera familia. ¿Lo sabes, verdad?
Despació, mis labios se tornaron en una sonrisa y asentí. Madame Black ordenó a los demás que volvieran a sus ocupaciones y, después de ofrecerse a quedarse conmigo y ser rechazada, volvió a su habitación, situada tras el pasillo enmoquetado.
Candice curó mis heridas, pero ni siquiera le presté atención; cuando terminó, un simple y seco 'gracias' salió de mis labios.
Me levanté del sillón y me dirigí a mi habitación. Los clientes comenzarían a llegar en apenas una hora y debía estar lista.
Feliz aniversario, querido hogar.