martes, 26 de mayo de 2009

Veintiséis.

El viaje en barco había sido cómodo; el dinero de su herencia se había encargado de ello. Apenas había salido de su camarote de madera y lino, lujosamente decorado con flores frescas, demasiado asqueada para escuchar los cacareos de las damas de su clase. Caminar sobre la cubierta del barco en movimiento había supuesto para ella un desafío que no fue capaz de superar; las náuseas la vencieron antes de conseguir caminar un par de metros. Pasó entonces las horas durmiendo o leyendo en su camarote, hasta que por fin llegó a su destino.
La nueva ciudad la recibió radiante y bulliciosa. Los gritos de los vendedores de pescado se mezclaban con los de las mujeres de los marineros que arribaban en el puerto. Christine contempló extasiada sus cuerpos jóvenes siendo alzados por manos fuertes y curtidas, sus expresiones de felicidad y alivio. Caminó entre puestos y niños cargando con pesadas maletas de piel y un par de sombrereros de tela, hasta que un hombre fornido de ojos porcinos y gran estatura se cruzó en su camino.
-Disculpe señorita, pero he visto que no la espera nadie. ¿Hacia dónde se dirige?
Christine titubeó unos instantes, haciendo un cálculo mental del dinero del que disponía. Sonrió y su voz sonó encantadora y sumisa cuando le pidió que llevara las maletas al hotel más lujoso de la ciudad. Admiró durante el trayecto los edificios altos que se extendían a ambos lados, maravillándose de la decoración exterior, tan excesiva, tan coherente. Aquel desconocido la ayudo a bajarse del carruaje extendiéndole una mano cortésmente, que ella aceptó de buena gana.
-Edwald Dubois, para servirla. –Extendió un pequeño trozo de papel. Christine lo miró con desconfianza, pero lo aceptó, y se sorprendió de su tacto rugoso. –Si necesita algo, no dude en ponerse en contacto conmigo.
El tiempo pareció volar: las gestiones del hotel, el traslado del equipaje, las indicaciones sobre los próximos eventos a los que se supone que debía ir. No vio necesario buscarse una nueva identidad; París la había recibido con los brazos abiertos: allí nadie la conocía, nada podía ir mal.
Decidió explorar su nuevo hogar. Cuando entró en los bajos fondos de la ciudad, arrastrada sin consciencia, el hedor de la muerte, la enfermedad y la podredumbre le llenaron las fosas nasales con tal fuerza que tuvo que contenerse para no vomitar. Los niños famélicos la observaban con los grandes ojos sin brillo abiertos de par en par y las ratas habían salido a su encuentro como curiosos habitantes. Caminó hacia una taberna sucia y maloliente. El tabernero mellado restregaba un trapo ennegrecido con ahínco contra una jarra que parecía no poder estar más sucia. Todas las cabezas se giraron para verla cuando entró, y los codazos y las risitas pronto rompieron el silencio inicial. Un par de hombres se le acercaron tanto que el olor a rancio y a cerveza negra consiguieron hacer que el suelo le girara bajo los pies.
Pero cuando llegó él, se dejó agasajar. Su piel era curtida y muy morena, con brazos fuertes y manos grandes, y una espalda ancha y musculosa que a Christine le cautivó desde el principio. Tenía el tabique nasal roto y una cicatriz que le atravesaba parte de la mejilla izquierda, pero no le importó.
Se la llevó tras una pequeña puerta de madera, en la que ella no habría reparado si no hubiera sido por él. La empujó a la cama con violencia, quitándole la ropa con manos torpes. No supo desabrochar las lazadas del corsé, así que se limitó a sacarle como puedo los pechos para mordisquearle los pezones con saña. La ropa de él había desaparecido en cuestión de segundos, y Christine no habría sabido decir después si en algún momento la llevaba puesta.
Nunca sintió un dolor más intenso que entonces, cuando creyó notar cómo la carne trémula se desgarraba y la sangre manaba de ella. Intentó gritar y a punto estuvo de ahogarse con la lengua de él, que se movía casi al compás de sus caderas. Quiso quitárselo de encima, pero cuando estuvo más dentro de ella, Christine se quedó momentáneamente en blanco. Ya no sentía aquella indescriptible quemazón entre las piernas, sino algo más dulce, un impulso eléctrico que la hizo jadear.
Él estalló con un gemido ronco y se alejó de su cuerpo húmedo. Comenzó a vestirse y ella le miró sin comprender.
-Un placer, preciosa. –dijo socarronamente, tirándole un pequeño fajo de billetes al camastro.
Christine aún tardó un rato en vestirse y salir de aquella habitación de paredes roídas por las humedades y el tiempo. Se quedó allí, con los ojos fijos en el techo descorchado, durante unos minutos que parecieron eternos. Se puso la ropa, sintiéndose sucia.
Quería más.

2 comentarios:

Lady Ginebra dijo...

modelo profesional!!


divino
te quiero

Sat dijo...

Qué pornicoso y literalmente precioso (L).
Go on.
Espero que hayas cogido carrerilla y actualices con tanta frecuencia 8D.
Besines sis.