lunes, 19 de enero de 2009

Diecinueve.

Cuando uno de los empleados de la familia Decroix llegó a la Vipére con un sobre para mí, no pude sino sorprenderme. Saqué el pequeño trozo de papel y enseguida descubrí su caligrafía pequeña y desigual.
A las 7 un coche pasará a buscarte. No acepto un “no” por respuesta. Edouard
Sonreí, y, durante un perverso momento, pensé en negarme, pero la curiosidad era más fuerte que cualquier deseo de molestarle. Levanté la vista hacia el hombre, que me miraba expectante, y asentí, sacando de la cómoda unas cuantas monedas y depositándolas en sus manos.
Pasé todo el día dándole vueltas a la proposición, como la joven indecisa a la que le acaban de pedir matrimonio, como una actriz que no sabe si aceptar un papel que puede llevarla al éxito más rotundo o al fracaso más absoluto.
-¿Vas a irte con el señorito? – Catherine abrió la boca sorprendida, mirándome con los ojos brillantes desde mi cama.
Reí; siempre me había encantado su forma de nombrarle. –Así es-. Mis ojos la buscaron a través del espejo del tocador mientras me empolvaba la cara.
-A Madame Black no le gustará; ya sabes lo que opina de involucrarse tanto con un cliente. Y más si hablamos de un Decroix.
-Lo sé. –Mis ojos se perdieron por un momento en la visión del espejo. Agité ligeramente la cabeza y me giré para mirarla.-Pero es mi día libre. Además, yo sólo voy a airearme y quizá tomar un té en algún salón. –Sonreí.- ¿Me cepillas el pelo?
Un elegante automóvil llegó a la hora indicada. El sol aún brillaba con fuerza, negándose a diluirse en la incipiente negrura.
El trayecto se me hizo eterno. El traqueteo era molesto; el calor, aunque remitía, hacía que la tela lila de la falda se me pegara a la piel y ni siquiera el abanico de encaje negro me aliviaba con su suave brisa. Pensé, resignada, que cualquier sufrimiento era poco si conseguía que me viera como la dama que había sido, que seguía siendo.

El vehículo paró de improviso en una de las calles comerciales más famosas y concurridas del momento. Edouard me esperaba en la acera, impecable, bello. Bajé ágilmente, sonriéndole, y él me devolvió una sonrisa diferente a la altiva que siempre solía lucir. Me llevó del brazo hasta una cafetería.
El salón era elegante, lleno de muebles de cedro y telas de color neutro, iluminado a estas horas por pequeñas lámparas de luz amarillenta. Se respiraba tabaco caro, coñac, brandy. Las conversaciones estaban llenas de voces masculinas que farfullaban sobre política o economía y ensordecían las notas tenues de un piano sonando muy lejos de allí. Cuando entramos, todas las cabezas se giraron hacia nosotros.
-Bienvenido, señor Decroix. –Un hombre enjuto y encorvado vestido con un uniforme pulcramente lavado y planchado se inclinó ligeramente. –Vaya, qué hermosa su acompañante. Bienvenida, señorita. –Hizo una reverencia más pronunciada. –Pasen por aquí.

Nos guió a través de un pasillo forrado con retratos de hombres imponentes y rasgos adustos y fieros. Nuestros pasos resonaban amortiguados por el suelo enmoquetado. Un aroma dulzón inundaba mis fosas nasales según nos adentrábamos en una sensual penumbra.
La sala no era más grande que mi habitación de la Vipére. Las cuatro esquinas estaba cubiertas con rinconeras de cuero. Un hombre gordo sobaba a una jovencita algo mayor que yo con descaro, con sus ojos porcinos brillando con lujuria. En otra esquina, una mujer de dudosa belleza, borracha y pintarrajeada al extremo intentaba sin éxito entretener a un hombre de nariz aguileña y perpetuo gesto de repugnancia. Ellos levantaron la vista a mi paso; ellas escondieron risitas tontas cuando vieron a Edouard. Qué espectáculo tan vulgar, qué lamentable.
Contuve la ira que me embargaba disimulándola a duras penas bajo una máscara de serenidad, pero estallé en cuanto volvió el bullicio natural.

-¿Ni siquiera fuera de mi hogar vas a dejar de considerarme una prostituta? No sé para qué me traes aquí entonces; en la Vipére habríamos estado mucho más a gusto. Al menos, no tendría que soportar todas esas miradas inquisidoras.
-¡Vamos, Victoria! –resopló Edouard. –Te he traído aquí porque es mi sitio favorito, y si he elegido esta hora y no otra es porque no soporto las voces agudas de las altas damas graznando cotilleos y risitas mientras toman el té de las 5-. Ladeó la cabeza.- Sé que tú tampoco.

Callé para no dar pie a una de esas discusiones absurdas que tanto adorábamos. Charlamos hasta que la oscuridad se cernió sobre las calles, amortiguada únicamente por las luces ambarinas de las farolas. Cuando salimos del local, el aire era fresco y agradable; un descanso para la torridez de la mañana. Llegamos a uno de los puentes desde donde el río se extendía en toda su magnificencia, calmo e imponente. Me apoyé contra el saliente de piedra caliente, observando las luces cambiantes, y Edouard se colocó de súbito tras de mí, lo suficientemente cerca como para la sentirlo y lo suficientemente lejos como para desearlo.

-Cierra los ojos.-Su voz de niño travieso me hizo sonreír.
-¿Qué clase de barbaridades vas a hacerme mientras los tenga cerrados? Te recuerdo que soy una señorita recatada.
Rió. –Alguna que sin duda te gustará.
Noté algo metálico posarse entre mis clavículas, y algo más suave que el raso acariciar la piel por la que pasaba. La frialdad de un broche cerrándose en torno a mi cuello me hizo estremecer ligeramente.
-Ya puedes abrirlos –susurró Edouard en mi oído.
Palpé con ansiedad la gargantilla, deseando tener algún espejo cerca. Rocé la seda con los dedos; descubrí las formas de un camafeo con un marco de plata. Estaba totalmente inundada por una febril felicidad, un cosquilleo incierto recorriendo mi piel. Le miré con ojos brillantes y mis labios comenzaron a dibujar una sonrisa, pero, de pronto, la desconfianza borró toda dicha de un soplido.
-¿Por qué me regalas esto?
Pareció absolutamente decepcionado ante la pregunta. Se separó de mí bruscamente y su rostro se torció en un mohín de repugnancia.
-¿Es que no eres capaz de aceptar un mísero regalo sin mal pensar? –gritó, dando un par de vueltas sobre sí mismo. -Victoria, por Dios, no necesito comprarte con obsequios. Si te lo he regalado es, simplemente, porque quiero que lo tengas. –Fijó la mirada en mí, y de pronto su expresión se tornó triste y pensativa. –Era de mi abuela.
Bajé la vista, avergonzada, incapaz de encontrar alguna excusa que me siguiera permitiendo tener razón. Un silencio incómodo se había interpuesto entre nosotros y Edouard echó a andar alejándose de allí. El vacío estrujó mi pecho con una violencia inusitada.
-Lo siento.
No pude decir nada más, pero no fue necesario. Se detuvo, sorprendido. Inspiré hondo; tendría que tragarme el orgullo si quería que no se fuera de allí. Y, creedme, realmente quería que se quedara.
-Nunca pensé que fueras capaz de entregarme algo tan valioso para ti.
Soltó un bufido y se encogió de hombros, moviendo de lado a lado la cabeza.
-No eres capaz de imaginarte lo agradecida que me siento, Edouard.
Me miró por el rabillo del ojo y sonrió; seguiría torturándome hasta quedar completamente satisfecho.

-¿No tienes nada más que decir, querida? -Ante mi silencio, echó a andar. -Bueno, está bien. Au revoir, mademoiselle.
Avancé con rapidez hacia él hasta alcanzarle. Le cogí un brazo y le obligué a girarse.
-Edouard, no me hagas esto.
Mi voz se quebró de pronto. Mi cara suplicante le dibujó una sonrisa macabra en el perfecto rostro.
-Dilo.

Sentí cómo el pánico me estrujaba las entrañas. Mi orgullo me impedía ceder, me impedía pronunciar lo que el quería oír aunque deseara decírselo desde ese día y para siempre. Le atraje hacia mí; su cara se tornó lasciva y altiva a un tiempo. Mis labios se acercaron a su oído, curvándose para pronunciar un "te quiero" que nunca salió. Mis manos se adelantaron a mi voz como si quisieran impedir el desastre y obligaron a nuestros labios sellarse. Él intentó apartarse, contrariado por no haber conseguido su propósito, pero el deseo era más fuerte, y la sensación de victoria mucho más placentera que cualquier palabra vacua.
Ella se había rendido, lo sabía.

1 comentario:

Anónimo dijo...

*Entra a una grúa del tamaño de un millón de helipuertos y comienza a levantar un ego...
Mal chiste, sabes que se me dan mal, asi que, pues eso (Y)
No soy sádico, ni me ha marcado el lujurioso marqués.
Bonito escenario el del puente... y que más decirte, me gusta mucho como escribes, lo sabes; sabes que lo haces muy bien, y lo haces.