jueves, 11 de junio de 2009

Once.

Abrí el joyero cubierto de terciopelo y saqué con delicadeza una a una las numerosas alhajas que estaban dentro. Alcé la tapa de un pequeño compartimento y retiré un camafeo, poco mayor que la moneda más valiosa, engarzado en un marco de rosas y espinas realizado en plata. Lo miré largamente, con el cerebro anegado de un extraño vacío. Cerré la mano con fuerza en torno a él, notando cómo se clavaba en mi piel, cómo la plata abría un pequeño surco, luchando por hacer manar la sangre de mí.
Sonreí y salí de la Vipére cuando el alba aún no era más que un leve resplandor dorado sobre los edificios. El viento helado de la mañana me hizo estremecer, pero pronto me acostumbré a su acariciante contacto. Caminé absorta por las calles empedradas, alejándome con cada paso de la fría tranquilidad de los jardines que rodeaban nuestro edificio rosado. Los teatros vecinos dormían, exentos de toda la magia que poseían al anochecer.
Se avecinaba un día claro; apenas unos cuantos jirones entorpecían el liso firmamento. El morado de los minutos previos al amanecer se diluía en un azul celeste vivo y la luna, eterna observadora de las desdichas humanas, había dejado de brillar, eclipsada por el sol de primavera.
El verano tocaba a su fin cuando Edouard pisó por primera vez mi hogar. Las tormentas eran frecuentes y el bochorno, agobiante. Llegó un día de repentina calma, con aquella mirada altiva y esa sonrisa desdeñosa siempre en los labios. Fui la primera y eso, incluso ahora, me llena de una extraña sensación de orgullo, a pesar de que para mí no me fue excesivamente especial.
No volví a verle hasta que las primeras hojas cayeron. El frío aún no era intenso, pero las lluvias, mis odiadas lluvias, eran constantes. No volvimos a separarnos, al menos no en un sentido netamente emocional, hasta un año después.
Aquel tiempo fue… feliz. Sí, creo que esa es la palabra más adecuada para describirlo. No era una felicidad como la sentida antaño, fruto de la inocencia; era una felicidad retorcida y, en ocasiones, muy dolorosa, pero me hacía sentir plena. Si él estaba cerca, no necesitaba más. Cada minuto de mi vida lo pasaba pensando en él, aunque cualquier otro hombre ocupara mi cama. Sus celos enfermizos no eran un impedimento para mí; es más, me divertían hasta límites insospechados.
Las discusiones se interpusieron entre nosotros poco a poco, creando un muro que, con el tiempo, se haría inexpugnable. Su presencia me ahogaba, me robaba el aire que antes solía darme.
Intentó arreglarlo cometiendo el mayor error: me prometió una vida que jamás sería capaz de darme. No hablo de dinero, a la familia Decroix le sobraba, hablo de amor, eternidad, decencia, familia. Me prometió un nuevo apellido, un futuro lleno de gloria.
Cuántas mentiras.
Aún no soy capaz de comprender cómo aguanté tanto dolor, cómo fui capaz de desearle, de abandonarme a él sin reservas, de dárselo todo a cambio de nada.
Sin embargo, le amo por encima de todo lo que alguna vez consideré importante. Sólo tendría que volver a darme esperanzas para que lo siguiera de cabeza dejando atrás todo lo demás sin ninguna consideración.
Estúpido, ¿no creéis?
Para encontrar al culpable de esto no debo hacer más que mirarme a un espejo. Yo hice que se fuera, yo me obligué a olvidar, yo preferí morir en su memoria rápida e indoloramente antes que diluirme con el tiempo hasta ser un recuerdo ocasional, una cara más de tantas.
Yo asumo las consecuencias de mis actos, no así Edouard, que tan pronto deseaba tenerme como no volver a verme. Era una relación tan abusiva…
Ya no quiero sufrir ese desgaste emocional. Ni por él, ni por ningún otro.
Me senté en la orilla y alcé el camafeo por encima del agua que fluía mansamente en el canal. Dejé que se deslizara entre mis dedos, notando cómo la seda acariciaba mi piel. Un instante de duda nubló mi razón; un miedo intenso me estrujó el pecho. Aquello era lo único que me quedaba de él. Tirarlo supondría empezar de cero…
Al borde de un abismo profundísimo, sola, ¿qué otra cosa podría hacer?
Cayó.
Apenas noté el chapoteo. Miré anonadada el sol poniente durante un par de horas más, hasta que las sombras se apoderaron de la ciudad. Cuando volví, Madame Black me esperaba en el diván de mi cuarto.
-Lo he tirado.
Sonrió.
-Ya eres libre.


Porque todo se acaba y yo sigo aquí.

2 comentarios:

Lady Ginebra dijo...

no ha portado cosas buenas
lo mejor es que te deje de una vez


te quiero

Lady Black dijo...

Hay vida después de esto. Si estás hundida, solo trata de aguantar la respiración hasta llegar a la superficie.
No más Edouard. Se acabó.
Te quiero, sis.