lunes, 23 de junio de 2008

Veintitrés.

Adèle no era especialmente hermosa. Sus ojos eran del marrón más común; su cara no era pálida, como exigían los cánones de belleza, sino que presentaba un suave tono moreno; su cabello era castaño oscuro, lacio y sin demasiado brillo. Sin embargo, emanaba un encanto especial que la hacía completamente irresistible a cualquier hombre.
Aquel día comenzó sin ninguna novedad para ella. Ordenó la habitación, que no compartía con nadie por su veteranía, ordenó el salón y preparó café para todas sus compañeras.
La noche llegó, y con ella los primeros clientes. Y allí lo vio, tan engalanado como los demás, con aquel aire soberbio de los altos burgueses. Se acercó a él: tomaron unas copas, charlaron durante horas. No se preocupó demasiado por ofrecerle sus servicios, y él tampoco parecía tener ninguna prisa por demandarlos.
El alcohol se le subió a la cabeza con rapidez, a pesar de estar tan acostumbrada a su ingesta. Aquel hombre, que no se presentó, comenzó a besarla y a toquetearla, y ella se dejó hacer. Pronto él le pidió un lugar más íntimo y ella lo llevó gustosa a su habitación, entre risas y trompicones.
-Anda, cierra la puerta con llave: no quiero que nos molesten - dijo, situado detrás de ella, acariciándole los hombros y desabrochando el corsé.
-Nadie va a molestarnos -rió ella.
-Hazlo.
Su tono de voz no admitía réplica. Adéle obedeció, sintiendo un escalofrío de terror recorrer su espalda. En el último momento, dejó de girar la llave, dejando la puerta semiabierta.
La desnudó entera, aun cuando él ni siquiera se había desprendido de su chaqueta de tweed. Adéle empezó a desconfiar de aquel extraño hombre cuyo nombre no conocía.
-Túmbate. Quiero que te masturbes para mí.
-¿Cómo? ¿No preferirías hacerlo tú?
-No. Hazlo. Y no cuestiones mis órdenes.
Ella se tumbó, sorprendida por tal petición. Turbada, comenzó a acariciarse el clítoris con una mano y, transcurrido un rato, introdujo varios dedos de la otra en su vagina. Gemía e incluso lanzaba algún que otro gritito con el fin de aumentar su excitación, pero él la miraba fijamente, impasible. Cuando hubo acabado, él se recostó sobre el sillón que había colocado frente a ella para observarla con mayor comodidad y giró la cabeza, con un ademán entre el aburrimiento y la meditación.
Súbitamente, se levantó y cogió dos cintas de tela que colagaban sobre el espejo del tocador. Se dirigió a ella y le agarró fuertemente una muñeca. Se la ató al cabecero de la cama con un nudo doble, y repitió la operación en el lado derecho. Adéle no fue capaz de articular palabra. Sentía un auténtico pavor: no estaba acostumbrada a la sumisión total; otras chicas eran especialistas en esa práctica, pero ella no.
Él la miró de arriba a abajo y sonrió malévolamente. Encendió un cigarrillo, dio un par de caladas y, sin previo aviso, comenzó a quemar la suave piel de Adèle. Ella empezó a patalear, pero él se subió rápidamente encima suya y su fuerza le aplastó las piernas contra el colchón. Gritó con todas sus fuerzas, pero el dolor seguía y él cada vez parecía excitarse más y más. Lloró, sumida en la desesperación, deseando con todas sus fuerzas que alguien la salvara de ese tormento.
Él se acercó a ella, jadeando, y le susurró al oído:
-¿Para qué te esfuerzas? La puerta está cerrada; nadie va a rescatarte. Eres mía. Puedo poseerte de la manera que más me apetezca...
Buscó entre sus bolsillos y sacó una pequeña navaja suiza de plata. Adéle, horrorizada, chilló aún con más fuerza. Y, de pronto, como una luz, Mousse acudió a su mente. Si tenía alguna posibilidad, vendría de la mano del robusto camarero. Lo llamó a voz en grito tantas veces como pudo, mientras el filo de la navaja se iba acercando más a su carne. El primer corte, alrededor del pecho, fue profundo y especialmente doloroso. No pudo gritar más, ya que la desesperación anegó su garganta y evitó la salida de sonido alguno. Pequeños cortes siguieron al primero, en diferentes puntos de su piel. Adèle veía la sangre correr, formando pequeños riachuelos abriéndose paso a través de su cuerpo, y se sintió desfallecer.
Nunca supo cuánto duro aquello. Sólo recordó, entre la paulatina pérdida del sentido, el sonido de una botella de cristal hacerse añicos sobre algo; el rostro negro de Mousse contraído en una mueca de dolor y sus brazos fuertes transportándola hacia algún otro lugar; la aguja cosiendo la carne; los gritos y reprimendas de Madame Black...

2 comentarios:

Sat dijo...

OMG. Qué Jose Carlos Somoza ha sido este capítulo. Después de ver CSI además tengo una imagen mental muy esplícita XD.
Un besito, sigue así :).

Raúl III dijo...

Me gustó muchísimo más este capítulo que el anterior, podía escuchar los gritos de aquella chica, podía sentirla desesperada.
Me encanta. Te volo, nos vemos mañana.