sábado, 27 de diciembre de 2008

Veintisiete.

-¿Esperar realmente merece la pena?
-Debería odiarle, ¿no es cierto? Odiarle por abandonarme, por irse donde sus obligaciones no lo encuentren. -Tenía la vista clavada en el horizonte infinito. No distinguía los perfiles de las casas y las fábricas lejanas; mi mente estaba mucho más lejos, donde el mar bañaba tierras extrañas. Las luces que se encendían lentamente ante la pronta caída del sol no suponían ninguna diferencia para mí. -Nunca ha sido una persona que se enfrente a los problemas; él más bien era de los que se limitaba a esperar que, o bien se solucionaran solos, o bien alguien los solucionara por él. Yo ya sabía eso cuando acepté, no puedo echárselo en cara. Pero… -la miré durante un momento- eso no significa que no me haya defraudado. Nunca me había sentido así. ¿Alguna vez has notado cómo el peso de la decepción es tan grande que hace tu mundo añicos en apenas segundos, Christine? –No le di tiempo para responder. Necesitaba desahogarme, sacar el veneno que me consumía lentamente y que tarde o temprano acabaría por matarme.- Pensaba… Dios, ¡soy tan estúpida! Llegué a pensar que me quería –reí.- Quererme… Ahora que lo digo en voz alta es tan ridículo que me avergüenzo de haberlo pensado. ¿Se hace tanto daño a alguien que se quiere? Yo no soy una persona fácil de conocer, y tampoco de tratar, y cierto es que en ocasiones era demasiado adusta, y que mis comentarios podían resultar un tanto hirientes o fríos, pero cuando se está tan podrida por dentro como lo estoy yo, es difícil no ser así. Juro que no era mi intención. ¿Cómo iban a ser intencionados si él era lo único que me importaba? Me esforcé tanto por hacer que fuera feliz, por que sus días aquí fueran los mejores. ¿Y qué he conseguido? – Las lágrimas congregadas en mi garganta se habían propuesto silenciar mi voz. Ya no podía ni quería parar, así que carraspeé y seguí adelante. Madame Black se había sentado en una silla de caoba y me escuchaba atentamente, imperturbable. –He conseguido que no quiera volver, que ame a otra, que me olvide irremediablemente como si jamás hubiera existido. No merezco un final así. ¡Felicidad, eso era lo único que yo merecía! Y él era capaz de dármela sólo con su presencia. ¿Cómo puede un ser humano inteligente tener la felicidad al alcance de la mano y despreciarla de ese modo? Yo le ofrecía toda la dicha del mundo; juro que habría sacrificado mi vida entera por él. Tonta de mí, pues incluso hubiera sido la esposa fiel, atenta, sumisa y cariñosa que ansiaba. Anula toda mi capacidad de raciocinio. Es una droga y no soy capaz de desengancharme. No sé qué espera de mí, no sé qué quiere, y eso me hace sentir una frustración degradante, un excelso dolor. Nunca habla y no lo entiendo. Siempre le cuento lo que pienso de esta farsa de relación, lo que me provoca. Pero él se limita a encoger los hombros y decir que está confuso. No entiendo nada… -Me llevé las manos a la cabeza y empecé a sollozar.- No sé cómo van a acabar las cosas…
Christine se levantó. Caminó unos pocos pasos y se situó delante de mí, con aquel aire imponente característico pero la mirada llena de infinita dulzura.
-Lo sabes, petite Victoire. Sabes que no puedes estar con él, aunque lo desees con todas tus fuerzas. Sabes que su marcha es lo mejor que te ha podido pasar en la vida. Olvidar es el consuelo de los idiotas. Mantén su recuerdo y aprende del error que ha supuesto para ti. Inmortaliza lo que te hizo sentir: el dolor, el odio, la frustración, e incluso el placer o el amor; pero nunca, bajo ningún concepto, te dejes llevar por esos recuerdos. El pasado está muerto. Sólo te queda futuro.


Última entrada de 2008.
Sólo quedan 25 :).
Feliz Navidad, y esas cosas.

martes, 23 de diciembre de 2008

Veintitrés.

Sobriedad era la palabra que mejor describía aquella casa. Ningún color desentonaba o resultaba demasiado chillón, ningún adorno era estrafalario o exótico, ningún mueble era atrevido o innovador, ninguna tela, aunque de buena calidad, rebosaba lujo.
Y qué decir de sus moradores.
La mujer escondía su evidentísimo sobrepeso con amplias faldas y cuellos altos de colores apagados. De una estatura muy superior a la media, tenía la cara palidísima y el pelo rojizo recogido en un moño alto. Los pequeños ojos porcinos lo miraban todo con desaprobación.
El hombre era enjuto y los años lo habían encorvado. Movía las manos nerviosamente y acto seguido se pasaba una por la inexistente cabellera. Vivía supeditado a su mujer, cualquiera podía darse cuenta, pero su tono de voz era autoritario y no admitía réplica.
Sin embargo, el hijo, aunque se mimetizaba en el ambiente con las ropas oscuras y el gesto adusto, desprendía rebeldía por cada poro de su piel. Sus ojos castaños brillaban con inteligencia, con la pasión de aquel que ama el arte. Se movía con gracilidad, como si cada paso fuera parte de un gran baile.
Amaba tocar el piano. Sus dedos ágiles se deslizaban por las teclas con soltura, con delicadeza. Le gustaba interpretar a clásicos y contemporáneos, pero, por encima de todo, le gustaba componer sus propias piezas. Eran oscuras, como todo lo que él conocía, pero llenas de vitalidad y carisma.
Un día no demasiado especial, aquel chico de cabellos como el fuego decidió seguir con sus estudios musicales de forma seria para convertirse en un futuro cercano en todo un profesional.
-No pisarás el conservatorio, Antoine. Tu destino es seguir los pasos de tu padre y dirigir el bufete más prestigioso de la ciudad.
-Pero… ¡madre!- la miró con un mohín compungido desde el sillín del piano. Buscó la mirada de su padre y encontró una indiferencia fría y cortante.
-No se hable más. No irás mientras vivas bajo nuestro techo. Bastante hicimos permitiendo que aprendieras a tocar ese maldito instrumento. ¡Incluso hemos permitido que vayas al teatro a ver el ballet! ¿Qué más quieres? Un hombre de tu posición no debería ir a sitios como esos sino para acompañar a su mujer.
Antoine no la escuchaba. Su cerebro valoraba rápidamente las posibilidades, temeroso de encontrar alguna complicación.
Cuando dejó de oír el murmullo constante de la voz de su madre, musitó una afirmación y salió de la habitación cabizbajo. Una vez fuera del campo de visión paterno, corrió escaleras arriba.
Cerró la puerta y se tiró en la cama, esperando pacientemente la llegada del anochecer. El resplandor rojo del sol poniente se apagó despacio, y cuando las primeras estrellas empezaban a brillar, los ruidos amortiguados de pisadas y conversaciones de los criados se extinguieron dando paso a un silencio sepulcral. Antoine se levantó todo lo despacio que pudo, conteniendo la respiración. Abrió un par de cajones y sacó unas cuantas mudas y algo de ropa de abrigo, que metió en un pequeño saco. De una caja de madera escondida tras una pila de libros de Derecho sacó un fajo de billetes y lo guardó en el bolsillo de su chaleco de seda.
La ventana cedió suavemente. El aire era más cálido que otras noches, y Antoine lo consideró una buena señal. Pudo a duras penas sentarse en el poyete, pero una vez que lo hizo, el resto de acciones le parecieron de extrema sencillez. Sus ropas se engancharon en las zarzas del jardín, que parecían querer retenerlo, obligarlo a permanecer en aquella jaula de oro que era su hogar.
Corrió durante horas amparado por las sombras. Cuando paró, exhausto y magullado, el río se extendía ante él, ancho y lúgubre, colmado de pequeñas embarcaciones y grandes flotas.
Sólo el murmullo tenue del fluir del agua enturbiaba la paz reinante. Antoine se sintió libre por primera vez en su vida. Respiró aquel aire contaminado, dejó que inundara sus pulmones. Se habría tirado de buena gana a aquel torrente gritando como un loco, saboreando la independencia.
Pero una figura femenina rompió la magia con su presencia.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Quince.

Coqueteaba con unos y otros, derrochando sonrisas, mientras las gotas de lluvia golpeaban insistentemente los cristales del burdel. Me sentía desorientada e inapetente; notaba la actividad frenética de La Vipére girar a mi alrededor demasiado deprisa para seguirla. Miré el reloj de pared ansiosa. Edouard había prometido venir a visitarme a las diez y ya hacía más de una hora que había llegado la medianoche.
Abrieron la puerta estrepitosamente. Edouard se apoyó contra el marco, empapado, farfullando incoherencias y saludos, mientras el gélido viento de la ciudad arañaba las cortinas y luchaba con las velas. Mechones de pelo negro le caían desordenadamente por la cara y llevaba la pajarita desabrochada y la camisa a medio poner. Lucía una sonrisa idiota, que se intensificó cuando me distinguió entre la multitud.
-¡Vicky…!- se acercó. Apestaba a alcohol. Extendió los brazos hacia a mí pero me eché ágilmente hacia un lado. Edouard tenía el cuello lleno de marcas de carmín.
-No te me acerques después de haber estado con una furcia cualquiera.
Soltó una risotada y me cogió por la cintura violentamente, atrayéndome hacia el.
-¿Acaso tú eres más que eso? –susurró, con un tono serio y sobrio que nada tenía que ver con el anterior.
La bofetada resonó por todo el salón. Decenas de caras se volvieron hacia nosotros. El silencio se había apoderado de la Vipére: las conversaciones cesaron de golpe; el piano de Antoine dejó de tocar sus decadentes notas. Edouard abrió la boca al tiempo que se acariciaba la mejilla adolorida. Madame Black se alzó majestuosa y, tras un gesto, el bullicio habitual comenzó de nuevo.
No esperé a ver la reacción de Edouard y caminé apresuradamente hasta mi habitación. Cerré la puerta con un golpe y me tiré contra el sillón, llena de rabia. Edouard golpeó la puerta, demasiado borracho para encontrar el manillar. Balbuceó insultos durante un rato, maldijo para que le dejara entrar, y, cuando se dio por vencido, susurró palabras tiernas para que me ablandara.
-No malgastes tu miserable tiempo aquí, Edouard. No tengo ninguna intención de dejarte pasar.
-¡Vas a dejarme, Victoria! ¡Eres una puta y reclamo tus servicios!
No sé cómo lo hizo, ni de dónde sacó las fuerzas, pero consiguió desencajar la puerta. Entró hecho una furia, desharrapado y ojeroso, mirándome desafiante. Un portazo resonó con violencia; la madera crujió. No me moví cuando se acercó lentamente, segura de que no sería capaz de hacerme daño.
Me empujó contra la cama y se me echó encima. Pataleé y lo golpeé con toda la fuerza que mi cuerpo me permitía, pero, incluso borracho, él podía someterme con la facilidad con la que un buey se somete a un yugo. Desgarró las telas que me cubrían, arañó mi piel con saña. Sus labios quemaban, sus manos me producían asco. El cansancio se apoderaba de mí y el deseo de sucumbir a sus exigencias cobraba fuerza.
Pero nunca había dejado que un cliente me hiciera más de lo que yo quería.
Él no sería el primero.
Dejé de luchar, y Edouard se sorprendió. Ese momento de duda me sirvió para escabullirme de su peso y levantarme para salir de allí. Él fue más rápido, y antes de darme tiempo a alcanzar el manillar y escapar, saltó de la cama, y me agarró de la cintura.
Grité pidiendo ayuda, pero nadie parecía oírme. Me arrastró de nuevo al lecho, arrancando los jirones que quedaban de mis ropas. El brillo en sus ojos era demencial, amenazador.
-¿Para qué te esfuerzas? Todos creerán que gritas de placer… No es muy distinto a lo que sueles hacer, ¿no crees?...
Caí de rodillas, desnuda y desvalida, aún gritando. El contacto con su piel me hizo retorcerme, asediada por la repugnancia. No paraba de moverse dolorosamente dentro de mí, a mi espalda, como si no fuéramos más que dos perros salvajes. Cada embestida era una lágrima, un arañazo en la piel de las manos que se aferraban a la colcha intentando disuadir el dolor. Cerré los ojos con fuerza para evitar los recuerdos, para evitar ser consciente de que aquella escena era parte también de mi pasado.
Cuando se hubo satisfecho, me dejó allí tirada, exhausta y maltratada, llena de un dolor más intenso que el que sentía entre las piernas.
Podría haber esperado muchas cosas de Edouard, pero no esto.

martes, 2 de diciembre de 2008

Dos.

A veces tienes a una persona especial tan cerca que ni siquiera eres capaz de notar su presencia. Yo no fui capaz de darme cuenta de que ella estaba allí hasta que decidió darlo todo por perdido.
Ella era diferente. Era, sorprendentemente, inteligente y culta.
Yo la usé. Era una puta, ¿no se supone que es lo que debía hacer? Ella se dejó usar; para eso la pagaba. La deseaba, sin duda, pero no era sólo deseo sexual.
Yo la engañé, vaya que si lo hice. Le prometí que uniría mi vida a la suya eternamente. Quizá fue una inmadura rebelión de mi subconsciente, un deseo tan inherente y reprimido que me oprimía el alma y luchaba por salir. Y salió. Y lo arruinó todo.
Seguramente a fecha de hoy ella seguiría proporcionándome placer sin mayor complicación que la de habernos satisfecho si nunca hubiera cometido tal error. Pero no volveré a combatir el frío con su calor ni a beber de sus labios, ni podré hacerle sentir placer jamás.
Yo la traicioné. Me contó su origen, sus secretos, sus miedos. Yo me apoyé en ella; a su lado mis inseguridades adolescentes se diluían cuando su voz solucionaba mis problemas con firmeza. Victoria, a diferencia de mí, era segura de sí misma, sabía de sobra lo que quería y cómo lo quería, y lo que tenía que hacer para conseguirlo.
Me quería a mí; con el paso del tiempo fue tan obvio que cualquiera se habría dado cuenta. Cualquiera menos yo, por supuesto. Mi ego acababa por las nubes cada vez que salía de La Vipére Noire, pero yo simplemente pensaba que ella jugaba bien su papel.
¿La quise? Realmente no lo sé. Quererla, amarla, no era lo correcto. Dentro de su habitación, nuestro pequeño mundo, sólo éramos Victoria y Edouard, sin títulos ni obligaciones. Pero una vez que estábamos fuera, yo era Monsieur Decroix y ella una simple prostituta. No había un nosotros, y nunca lo habría.
¿Me importa? No fui capaz de llorar el día que me echó de la Vipére entre gritos. Pensé, erróneamente, que sería un enfado más de tantos. Cuando no quiso volver a recibirme, cuando Madame Black me confirmó que Victoria no quería verme más, supe que sería definitivo. Tampoco entonces derramé una sola lágrima.
Lo merezco. Sería estúpido por mi parte pensar que no, después de haberle causado tanto dolor, pero a veces no puedo evitar pensar que ella sabía dónde se metía, sabía quién era yo, cuáles eran mis obligaciones como rico heredero. Pero estuvo tan cerca de conseguir sus objetivos…
El cielo estaba cubierto de nubes grises y la atmósfera era húmeda, cargada, desagradable. Sin embargo, unos finos rayos de sol atravesaban, no sin esfuerzo, la espesura, y una irreal claridad inundó el canal, haciendo brillar el agua turbia del río. Ella intentando abrirse paso en mi vida… Sonreí por lo absurdo de la metáfora.
La echaba de menos, no podía negarlo. Con suerte, no la echaría de menos en unos meses. Nunca habría existido. Era lo mejor…


Para ti, que has leído esto y has acabado con la sensación de que no son más que sandeces.
Lo sé, pero soñar es gratis.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Veintiocho.

La luz del mediodía le dio de lleno en la cara. Se la tapó perezosamente con la almohada, pero pronto encontró inútil la tarea de intentar dormir de nuevo. Parpadeó un par de veces hasta que fue capaz de acostumbrarse a la claridad, y, cuando consiguió centrar su visión, se asustó. Palpó las inmaculadas sábanas de lino con desconfianza. Se sentó en la cama y observó su reflejo en el tocador.
Parecía haber envejecido diez años. Unas ojeras violáceas ensombrecían sus ojos castaños y le habían borrado todo signo de jovialidad. Su piel había perdido toda blancura y presentaba un tono amarillento. Tenía el pelo revuelto y un sudor frío recorría su frente y su espalda.
Catherine acarició delicadamente su abultado vientre y sonrió. Llevaba seis meses allí pero aún no se había acostumbrado a aquella cama, ni a aquella habitación. Pensó en su cuarto de la Vipére y casi pudo sentir el olor a incienso que impregnaba siempre la habitación, el calor de las velas, la suavidad del terciopelo de la colcha, la oscuridad de las telas, la penumbra…
Y sin embargo allí todos los muebles eran de un color suave, pálido, y toda la tela era de un blanco luminoso, al que no estaba acostumbrada. La sobriedad no daba lugar a ningún tipo de adorno más allá de un crucifijo simple encima del cabecero.
Pensó, indefectiblemente, en Victoria, y el estómago le dio un vuelco. Las palabras que le había gritado aquella última noche aún resonaban con total intensidad en su cabeza y, en sus días más bajos, eran capaces de arrancarle las más amargas lágrimas.
No había vuelto a verla y le llenaba de angustia pensar que jamás volvería a hacerlo. Pero ya no podía quejarse. Tenía al hombre más maravilloso del mundo sólo para ella, y, pronto, tendría a un hijo suyo entre los brazos.
Era feliz, absurdamente feliz, cuando no recordaba su pasado, pero era difícil no pensar estando postrada en aquella cama prácticamente las veinticuatro horas del día desde hacía meses.
Fue a levantarse pero un fortísimo dolor en la espalda le obligó a pararse. Intentó volverse a tender pero se vio imposibilitada. Intentó avanzar, pero entonces un dolor mucho más fuerte en el abdomen le obligó a parar. Se abrazó la abultada barriga como si intentara protegerla de un enemigo externo, pero el dolor estaba allí dentro de ella, consumiéndola.
De pronto, sintió el camisón extrañamente húmedo y pegado a su cuerpo. El pánico se apoderó de su ser: la sangre manaba a borbotones de entre sus piernas.
-¡Lilianne! ¡Lilianne! -aulló entre lágrimas, abrazándose de nuevo el vientre. -No, mi pequeño, -sollozó -tú tienes que vivir, tienes que ser el heredero de esta familia...
Cuando vino el médico, el agotamiento había podido con ella. Catherine despertó horas después y su vientre ya no presentaba ningún signo de haber albergado a un niño. Leonard estaba allí, vigilante. Ella esperaba palabras de consuelo y cariño y sólo encontró una mirada fría, dura, llena de reproche.
-No sirves para nada.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Veintiuno.

La lluvia caía incesante sobre la ciudad. Miré distraídamente las gotas estallar contra el cristal, inapetente, extrañamente malhumorada. Hundí la cara entre los surcos del terciopelo del diván y Antoine se acercó a mí con gesto preocupado.
Petite! ¿Otra vez ese maldito bastardo?
No le hacía falta verme la cara para saber que había estado llorando. Se acercó a mí, hincó la rodilla contra el sillón y me zarandeó, suave pero firmemente.
-Guarda tus lágrimas para el día en el que algún desalmado me mate –acarició mis mejillas y sonrió. Me hubiera gustado responderle con una sonrisa, pero mis músculos se negaban a tensarse y sólo fui capaz de bajar la mirada. –Me parece increíble que un señorito de tan alto linaje pero tan bajo honor haya sido capaz de marchitar la flor más bella de todo el local. ¿Dónde está mi pequeña Victoria, aquella seductora jovencita que podía enloquecer a los más maduros hombres con una simple mirada?
-Muerta, Antoine, muerta –Y no mentía. Me costaba respirar. Mi cerebro se negaba a obedecer y me había sumido en una especie de vacío, en un letargo en el que sólo Edouard tenía cabida. Mis horas se reducían a pensar en él, y cada momento y cada palabra se transformaban en una lágrima.
-¡No digas tonterías, Victoria! –se levantó de un salto con la agilidad de una gacela y me encaró. Un rizo pelirrojo le cayó graciosamente sobre la frente y se lo apartó con un ademán. –Cualquier hombre estaría encantado de ocupar su lugar, y sé de ciertas mujeres que también.
-No lo entiendes –esbocé una sonrisa adusta, amarga.-A mí me dan igual los demás. Lo único que quiero es lo único que no consigo. Me pide matrimonio y un mes después ya está casado con otra. Y, para colmo de males, debo agradecerle que no me dejara plantada en el altar. No puedo quitármelo de la cabeza ni un momento; es más, cuanto más lejos está, más tiempo pasa en mi cerebro. ¿Lo merezco? ¿Realmente merezco esto? Me arrancaría el corazón de buena gana si consiguiera olvidarlo…
Sentí deseos de llorar otra vez. Hundí la cara contra las palmas de las manos y seguí sollozando incoherencias, olvidándome por un momento de que Antoine estaba a mi lado. Me echó un brazo por los hombros y me atrajo hacia él. Me recosté en su pecho, fuerte aunque no excesivamente musculoso, y le rodeé la cintura con el brazo.
-Nadie dijo que fuera fácil, cherie. Tus días seguirán siendo largos y dolorosos, pero llegará un momento en el que el sol vuelva a alumbrar el camino. Y ahí estaré yo. Y también Cath, y nuestra Madame. El que no es capaz de apreciar la perfección, no debe contemplarla, y mucho menos tener acceso a ella.
Me aferré a esas palabras como creo que sólo he hecho un par de veces más en mi vida. Acerqué los labios a su oído, y aunque fue apenas un susurro, pudo oír un “te quiero”.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Doce.

Candice se sentía terriblemente sola en aquel lugar lleno de gente. Se agazapó en la esquina, amparada por la penumbra de las velas y lámparas de gas y la embriaguez de sus moradores, que no repararían en ella.
Clavó la mirada en Victoria. Era, sin duda, la persona que más admiraba de toda la Vipère, más incluso que a la Madame, que la había recogido cuando no era más que una pobre niña rebuscando en la basura cualquier cosa que llevarse a la boca para engañar al estómago. Era hermosa, pero, ¿qué chica de la Vipére no lo era? Incluso ella misma era más linda que Victoria. No, no era su belleza lo que le gustaba a Candice, sino el carisma que desprendía, esa aura de seguridad en sí misma y dominio que la caracterizaban. Y era tan sociable…
Envidiaba profundamente a Catherine por tener la posibilidad de compartir sus secretos, de conocer su ser. A Antoine, por poder tocarla con familiaridad, por ser el destinatario de sus sonrisas. A la Madame, por ser capaz de consolarla y ayudarla en los momentos más duros y miserables.
Se dio cuenta entonces de que un profundísimo deseo hacia Victoria la embargaba y la sensación de vértigo la apresó por completo. Sintió miedo: no sólo deseaba ser como ella; la deseaba a ella. Deseaba poder ser ese caballero joven y apuesto que solía visitarla asiduamente, verla desnuda, poseerla, saber que disfrutaba estando a su lado.
Justo en ese instante, Victoria se dirigía hacia ella, bamboleando coquetamente las caderas y saludando a hombres de aquí y allá. Candice enrojeció y se pegó más a la pared, deseando desaparecer. Pero Victoria reparó en su presencia y le sonrió. Una sonrisa sólo para ella, radiante, maravillosa. Candice notó un desagradable vacío en el estómago.
Victoria nunca sería suya. Nunca. Y nunca sería como ella. Nunca.
Se dirigió lentamente por entre las sombras hasta la puerta trasera del burdel. Cogió un raído abrigo del perchero y caminó sin rumbo fijo hacia el canal.
-No lo soporto más –repetía una y otra vez mientras sus bolsillos se llenaban de piedras.
El río se extendía ante ella, turbio, alterado. Notó la fría brisa de noviembre acariciar su piel y revolver su pelo rubio. Cada paso que daba estaba más cerca del fin. Dejó que cada momento feliz la embargara. El agua gélida le calaba los huesos y pronto inundó su boca y su nariz. El aire no llegaba bien a sus pulmones. Su cuerpo se resistía y se negaba a no nadar. Pero el recuerdo de Victoria acudió a su mente. De haber podido sonreír, lo hubiera hecho. Su sonrisa…
No más dolor para Candice. Jamás.

sábado, 18 de octubre de 2008

Dieciocho.

El negro de su vestimenta contrastaba enormemente con la palidez de su marmóreo rostro. Sus ojos miel recorrieron inquisidoramente todo el local, bañado con una luz rosada que le daba un aire etéreo, de Edén del vicio y el placer. Esbozó una sonrisa despectiva y el desdén se apoderó de su expresión. Observó a las parejas que retozaban en las esquinas; a las que reían escandalosamente, presas del alcohol; a los ancianos poderosos pero demasiado débiles que se contentaban simplemente con mirar a las jovencitas ataviadas con sus carísimos y sensuales corsés de las más finas telas.“Vaya sitio tan vulgar.” Quiso irse de allí, a pesar de que sus acompañantes lo habían encerrado en una espiral de humo y conversaciones sobre política y economía que no podía evitar. Pero fue en ese entonces cuando la vio. Le pareció la mujer más bella sobre la faz de la Tierra; la mezcla perfecta entre inocencia y feminidad.
Cuando Catherine salió de su habitación, caminó por el pasillo en penumbra, sin reparar en los gritos y gemidos de la más diversa índole que salían de los demás cuartos, y llegó al salón central. Buscó a Antoine con un vistazo rápido, pero su atención se dirigió al instante a los nuevos clientes de La Vipère. Y entonces lo vio. A pesar de ese aire de joven enfermizo, le pareció un hombre hermoso.
Sus miradas se cruzaron. Él sintió una incomprensible y desmesurada atracción. Ella notó un desagradable cosquilleo en el estómago y lo clasificó como amor a primera vista. Dudaron. ¿Sería buena idea acercarse?
-Disculpadme –se levantó de la mesa, con la vista fija en Catherine, y echó a andar hacia ella. La inspeccionó con mayor detalle. Catherine analizó detenidamente sus gestos, sus facciones, su complexión. Le cogió la mano y la besó con suavidad. Ella se sonrojó como la niña que recibe su primer cumplido.
-Léonard Diehl, para servirla.
Inclinado ligeramente, levantó la cabeza y clavó los ojos en ella. Catherine enrojeció aún más y apenas pudo pronunciar su nombre, aunque intentó arreglarlo con una tímida sonrisa.
-¿No hay un apellido con el que pueda identificaros?
-En la Vipère Noire un apellido no es importante.
Léonard sonrió. No podía creer que algo tan puro viviera en un lugar como ése. Fue entonces cuando un único pensamiento llenó su cabeza: devolverle la decencia perdida convirtiéndola en su esposa.

Catherine le agarró la mano sonriendo, y él vio en su gesto una confirmación de sus planes. Caminaron hasta su habitación en silencio.
Aquella fue la primera de muchas otras noches.
El principio del fin.

domingo, 12 de octubre de 2008

12.Octubre.08

¿Os habéis sentido alguna vez la peor persona que pueda habitar el mundo? Si es así, entonces entenderéis de qué hablo.
Veréis, un día como hoy, hace exactamente cuatro años, dejé de existir. Sé que os preguntáis el por qué de tan dolorosa y vehemente afirmación. Bien, como podéis ver, no estoy muerta. Respiro, mi corazón late, la sangre fluye por mis venas. Pero tampoco estoy viva.
¿Creéis en el alma? Yo sí. Creo en ella porque sé lo que es perderla. Sé lo que es notar cómo te es arrancada de la forma más cruel, cuando menos te lo esperas. Sé lo que es intentar seguir sin ella y que, con el transcurso de los días, seas plenamente consciente de que cualquier esfuerzo ha sido en vano.
Hoy olvidé la causa de mi cese de existencia. Hoy recordé que no necesito martirizarme.
Pero me odio por ello. Me odio por no tenerle siempre en mi pensamiento. Me odio por nombrarle en contadísimas ocasiones. Me odio porque días como hoy deberían ser tristes y melancólicos y no lo han sido.
Allá donde estés, querida alma mía, has de saber que cualquier sentimiento benigno o hermoso es para ti.
Siempre tuya.

R.I.P

martes, 7 de octubre de 2008

Siete.

-¿Por qué estás aquí, Edouard? ¿Te gusta torturarme, no es cierto?
Exhaló el humo del cigarro y una media sonrisa surcó su rostro. Sentí un vacío en el estómago y luché estoicamente contra el irrefrenable deseo de lanzarme a él, abandonarme al placer y olvidar cualquier enfado. Ciento ochenta y cinco días sin él. Más de seis meses de condena. De libertad, quiero decir. Me sobrepuse y le miré inquisidoramente.
-¿Qué quieres?
-Victoria, Victoria. Hace tanto tiempo que no nos vemos… ¿Es así como tratas a los viejos amigos?
Reí. –Tú y yo no hemos sido amigos jamás, querido.
-Cierto. Entre nosotros siempre ha habido algo más… especial – aplastó el cigarro y se levantó, dispuesto a abrazarme, pero me aparté haciendo un acopio de toda mi fuerza de voluntad.
Le había echado tanto de menos que me parecía imposible rechazar lo que pudiera ofrecerme. Me sentí estúpida, débil, absolutamente ilógica.
-No has respondido a mi pregunta, Edouard. ¿A qué has venido? ¿Tu mujer es una frígida, verdad? Se…
Ni siquiera había terminado de pronunciar la palabra siguiente cuando sus labios ya estaban pegados a los míos y su lengua jugueteaba con la mía indecentemente. Me aprisionó entre su cuerpo y la pared y por un momento la cara de mi padre apareció en mi mente con total nitidez. Y recordé unas manos ancianas recorrer mi cuerpo infantil con lascivia, una voz grave susurrando en mi oído entre gemidos palabras obscenas, el dolor intensísimo tras la primera penetración, el miedo, la obligación, la mácula marcando mi piel…
-Para…-dije entre sollozos a la presencia de mi memoria, apenas consciente de que no era él quien me tocaba.-Basta ya…
Pero Edouard ni siquiera me escuchaba y cuando quise darme cuenta ambos estábamos desnudos. Me retorcí violentamente y me libré de él con un empujón.
-¡Basta, Edouard! Fuera de aquí, ¡fuera! No vuelvas a poner un pie en esta habitación lo que te resta de vida. ¡Largo!
No se inmutó. Me miró con escepticismo y acto seguido sonrió.
-Sabes que tarde o temprano volverás a mí, como tantas otras veces.
Hubiera podido en ese preciso instante golpearle hasta quedar exhausta si eso le quitara un ápice de verdad a sus palabras. Mi orgullo habló por mí esta vez:
-No. Ya no quiero ser partícipe de esta relación abusiva. Ya no quiero que vayas y vengas cuando más te interese, sin tener en cuenta mis deseos o mis necesidades. Se acabó.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Veinticuatro.

-No quiero estar sola -gemí. -No quiero estar sola nunca más. Vuelve... Vuelve... ¿Por qué te has ido? Quiero que vuelvas. No quiero este sentimiento de vacío. Vuelve...

martes, 16 de septiembre de 2008

Dieciséis.

-Victoria, tenemos que hablar.
La voz de Catherine adquirió un tono grave y preocupado, y supe al instante que no sería una conversación agradable. Con un pequeño gesto, me indicó que me sentara en el sillón orejero más próximo, y yo acepté dócilmente, preparándome para lo peor.
-Tú dirás, querida.
-Mañana me caso.
Las palabras salieron atropelladamente de sus labios. Parecían haber sido preparadas demasiado tiempo atrás, desesperadas por encontrar la más mínima oportunidad para ser dichas. Bajó la cabeza y suspiró, intentando recuperar fuerzas para darme explicaciones. Pero yo no quería seguir oyéndola, no quería que me confirmara aquello que intuía desde que lo conoció.
-Como ya sabes, hace un par de meses que mantenemos una relación más o menos estable y…-arqueé una ceja. ¿Estable? ¿Pero cómo diablos osaba considerar una relación prostituta-cliente algo estable? Ella continuó hablando haciendo caso omiso de mi cara de escepticismo. –Victoria, yo ya no necesito venderme más, mi madre está curada y yo…
-¿Vas a marcharte para no volver? –interrumpí.
Ni siquiera fue capaz de mirarme. Se limitó a asentir con la cabeza, haciendo gala de una inocente tristeza que en ese momento no logró conmoverme en absoluto. Desvié la vista hacia uno de los jarrones de porcelana para evitar mirarla. Me repugnaba. Sentía una furia desmedida dentro de mí, mezclada con un irrefrenable deseo de llorar. Aquella pequeña zorra había conseguido en dos meses lo que yo no había siquiera podido rozar en un año. Y ahora se iba a vivir una vida que yo debería haber conseguido antes. Una vida que era mía por derecho.
-Victoria… Seguiremos siendo amigas, lo prometo. Vendré a verte después de la boda y podremos tomar té y charlar y reír. Todo será como antes. Victoria, créeme. –imploró.
-¿¡Que te crea?! ¿Cómo puedes pedirme algo semejante si ni siquiera estoy invitada a la ceremonia? ¿Y cómo harás para venir si tu marido no te dejará acercarte? Lo mejor es que te vayas y no vuelvas. ¡No vuelvas nunca! Vive esa vida perfecta que yo nunca tendré. ¡Púdrete en tanta felicidad!
Catherine salió de la habitación con unas silenciosas lágrimas rodando por sus coloradas mejillas, recogió sus pertenencias, y, como le grité, no volvió.
La primera noche, destrocé todos los muebles de su habitación hasta que me sangraron las manos y mi cuerpo estuvo lleno de cortes, bajo la atenta mirada de Madame Black. La segunda noche, lloré sin parar agarrando la única fotografía que había sobrevivido a mi delirio, y, agotada, dormí tumbada en el suelo, entre toda la inmundicia que yo había creado. La tercera noche, y hasta la séptima, volví a mi habitación, me postré en mi cama, mirando fijamente al techo, y me sumí en un estado de absoluta inactividad. ¿Acaso yo no le importaba? ¿Acaso aquel hombre era para ella más que yo, que la había acompañado dos largos años en esta vida insana? Deseé llorar pero mi cuerpo se negaba a obedecer. Deseé con todas mis fuerzas morir, acabar con el tormento de saberme sola. En realidad, no estaba sola: Madame Black pasaba gran parte del día sentada a mi lado, velando por mi seguridad. Sin embargo, ella no me importaba, no en ese entonces. Quería que mi pequeña Catherine volviera para no irse jamás. Quería no sentirme traicionada. Quería no sentirme vacía…

viernes, 12 de septiembre de 2008

Doce.

-No debiste haberte cruzado jamás en mi vida. Tu presencia en ella es un error cuyo precio no podré pagar en los años que me queden de vida.
-Te amo, Victoria.
Apoyé los brazos cruzados sobre mi pecho contra la ventana, dándole la espalda, evitando a duras penas que las lágrimas rodaran a sus anchas por mi rostro. Suspiré e intenté que mi voz pareciera serena cuando le dije:
-¿Me amas? ¿De verdad lo crees? Tú consideras amor al sentimiento de placer y al acto de rebeldía que cometes al haberte encaprichado de una puta, estando ya comprometido con una señorita de bien a la que todo el mundo adora. Pero no soy más que eso: una novedad, un acontecimiento revolucionario. Y el amor que dices sentir no es más que la insensatez de un adolescente burgués que no tiene que preocuparse de nada. Tú no sabes lo que es el amor, y conmigo no lo sabrás jamás.
Edouard pareció ligeramente sorprendido. Sentí sus ojos verdes clavados en mí, y una inexplicable sensación de nerviosismo se apoderó de mi ser. ¿Por qué? ¿Por qué él y no cualquier otro? ¿Por qué no podía llevar la misma vida que llevaba Catherine, casada ya y esperando su primer hijo?
Abrió la boca para decir algo, pero, al no poder, se limitó a acercarse a mí y rodearme la cintura con los brazos, apoyando la barbilla en mi hombro y acariciándome el pelo con los labios.
-No seas así, Victoria –susurró, mientras un escalofrío recorría mi espalda.-Pronto, muy pronto, te sacaré de aquí y nos iremos juntos a la ciudad que tú elijas. No serás nunca más una cualquiera; serás mi esposa, y volverás a codearte con las damas de tu clase –me giró hacia él y sonrió seductoramente-. Todo el mundo te respetará y adorará, y no tendrás que esconder tu pasado.
Me besó, y la rabia dio paso a una tranquilizadora idiocia. Agarré su camisa por la espalda y me aferré a ella como si allí mismo estuvieran concentradas todas sus palabras. Quería creer que no me mentía. Quería creer que el futuro era nuestro. Mi sentido común me gritaba que una persona de su clase nunca toma ese tipo de decisiones, pero mi cerebro no atendía a razones, anegado por una felicidad infantil y estúpida.
-Edouard… -mi voz sonó melosa y débil- No te vayas.

jueves, 7 de agosto de 2008

Siete (III)

Querido padre:

A escasas horas de abandonar la tierra que me vio nacer, sólo tengo en mi cabeza un pensamiento y en mi corazón un deseo. Padre, no me odies por esto; las circunstancias me han obligado a hacer lo que días antes hizo el hombre al que amo: huir. Huir de esta ciudad que cada hora, cada minuto, se me antojaba más gris y opresora que antes. Huir de un pasado lleno de desdicha, de un presente lleno de vergüenza y de un futuro lleno de habladurías.
Por mucho que quisiera quedarme contigo para rehacer mi vida al lado de otro hombre -aún soy muy joven y bonita, lo sé-, el peso del deshonor caería sobre mí y sobre nuestra familia como una losa. ¿Quién querría casarse con alguien en mi situación? ¿Quién querría ser "el otro", una simple cura para una necesidad?
Cegada por el odio, he de confesar algo monstruoso. Escapo de esta realidad inaguantable para convertirme en el motivo de mi abandono: una prostitua. ¿Acaso te sorprende, padre? ¿Acaso creías que huyó por algún noble motivo? No, me plantó en el altar por una insignificante y pobre prostituta, por una mujerzuela que no le ofrecía más que su cuerpo y alguna que otra enfermedad y que él aceptó gustoso.
Pero no te preocupes, yo jamás seré una insignificante y pobre prostituta. Seré la mejor, y regentaré el más famoso y exclusivo burdel de cuantos haya allí donde voy, con las chicas más bellas y sofisticadas. Y recuperaré el prestigio y respeto perdidos, pudiendo pasear al fin con la cabeza bien alta, sin importar mi oficio. Los hombres me adorarán y las mujeres quedarán fascinadas por mi presencia.

Puede que pienses que es una decisión guiada por la inmadurez y el fervor del despecho, y quizá no te falte un ápice de razón. Padre, has de entenderlo, como me has entendido tantas veces.
Si hago esto es porque, en mi fuero interno, sé que Adrien y yo volveremos a encontrarnos. No sé si será cuestión de meses o muchos años separen ese momento, pero sé que lo haremos. Es en ese entonces cuando se arrepentirá de no haberme tomado por esposa, de no haber sido el primero en probar mi joven carne.
No volveré, pero tendrás noticias mías tan pronto como llegue a mi destino. No has de preocuparte, pues sabes que me las apañaré bien. Te ruego, amado progenitor, que no me busques. No quiero que veas a tu única hija dada a la mala vida, por muy lujosa y llena de comodidades que esta me pueda llegar a ser.
Siempre, padre, estarás en ese rincón de mi memoria que guarda los mejores y más felices recuerdos. Siempre haré todo para honrarte, aunque estés tan lejos y te sean tan inútiles mis hazañas. Siempre te querré, a pesar de que tú me odies por esto.
Siempre tuya,
Christine.
"¿Cómo voy a odiarte, fresita mía?" El señor Black dejó escapar una lágrima silenciosa. Una hora antes, un muchacho del puerto había traído el sobre, cerrado de mala manera y sin remite, pero con la dirección escrita con una letra pequeña y elegante, que el hombre reconoció enseguida. Miró con ojos tristes la fotografía de su pequeña y suspiró, abatido. "No voy a verla nunca más... ¿Por qué, mujeres de mi vida -miró hacia el retrato de su mujer también-, os empeñáis en abandonarme cuando más os necesito?"

martes, 8 de julio de 2008

Siete (II)

idChristine esperó durante horas, pensando en el momento en que se conocieron; en cómo su padre le había presentado al hijo de aquel noble amigo suyo, algunos años mayor que ella; la forma en que se había enamorado de él al instante.
Ante la indignación de los invitados, los padres de los novios se vieron obligados a deshacerse en disculpas con ellos y perdirles que se retiraran hasta nuevo aviso. La novia, desolada, se negó en un primer momento a abandonar el santo lugar, hasta que, convencida por su padre de que era mejor volver a casa y esperar allí, accedió.
Lloró durante todo el trayecto. Cuando llegó, subió despacio las escaleras hasta su cuarto, silenciosa y con la mirada perdida, y se sentó delicadamente en el sillón de su escritorio.
Marie llamó con unos tímidos golpecitos y entró, a pesar de no recibir permiso.
-Señorita...
Christine no se inmutó. Siguió con la vista fija en el espejo, mirando sin ver.
-Señorita... El señor Adrien vino hace un rato... Me..
Como movida por un resorte, Christine saltó del taburete y se abalanzó contra la criada.
-¿¡Cómo!? ¿Adrien ha estado aquí? ¡Habla, maldita, habla! - gritó, zarandeándola.
-Señorita, tranquilícese, por favor. Él...
-¿Cómo voy a tranquilizarme, inútil? ¿Mi prometido ha estado aquí y quieres que me tranquilice? -voceó, soltándola de golpe.
Marie tenía miedo. Su señora parecía poseída por el mismo Diablo. Antes de volver a convertirse en el blanco de su furia, sacó un pequeño sobre blanco del bolsillo de su uniforme. En la parte delantera podía leerse Christine Black, escrito con una letra temblorosa y ligeramente inclinada. En ese mismo instante, Christine se giró y observó con los ojos muy abiertos las misiva.
-¡Fuera de aquí! -aulló, arrancándole la carta de las manos y empujándola hacia la puerta. Rompió el sobre y desdobló el papel descuidadamente, ávida de noticias. En su interior, fluía la esperanza de encontrar una disculpa y una nueva fecha para el enlace. Leyó:

Querida Christine:

Después de escribir a mis padres explicándoles mis motivos, me siento en la obligación
moral de dirigirme a ti.
Ahora mismo estoy a punto de embarcar en el buque que nos llevará a Virgine y a mí a
tierras lejanas, lejos de obligaciones y matrimonios de conveniencia.
Tu cuerpo infantil nunca fue de mi agrado. A pesar de tu belleza, tu inexperiencia en el
terreno amoroso me hizo perder cualquier interés por ti.
Sin embargo, cuando conocí a Virgine supe que sería la mujer de mi vida. Después de unos cuantos encuentros sexuales, le prometí que acabaría con la mala vida que llevaba y la
convertiría en mi esposa.
Intenté disuadir a mi padre de nuestro compromiso, para no hacerte pasar por el mal trago
de ser plantada ante el altar.
Lo siento, Christine, pero, al no conseguirlo, no me quedaba más remedio que huir sin hablar
a nadie de mis planes.
Espero que encuentres un hombre que te merezca.

Siempre tuyo,

Adrien.

Christine destrozó la carta en un ataque de ira. Chilló, maldijo, pataleó, tiró todo cuanto pudo. Las lágrimas ardían al rodar por sus mejillas. Presa del odio, se arrancó el vestido y, semidesnuda, lo desgarró con saña.
Su padre y dos criados entraron en la habitación y la ataron de muñecas y tobillos hasta que, agotada por el esfuerzo, se calmó. La tumbaron en la cama y volvió a su estado catatónico inicial.
-Fresita...-susurró el señor Black, sentado al borde de la cama, acariciándole el cabello-. Fresita, no te preocupes. Todos los jóvenes de la ciudad están deseando ser tu esposo. Mi vida, siento tanto haber elegido a tal sinvergüenza para ti...Pero esto no quedará así, puedo asegurarte que haré cuanto esté en mi mano...
Pero Christine no le prestaba la menor atención. Su cerebro bullía de una actividad frenética y desordenada. ¿Por qué a ella...?
Acabó durmiéndose, horas después, con un sueño pesado e intranquilo.
Se despertó temprano, asombrosamente lúcida y despejada. Bajó a desayunar después de vestirse y asearse y encontró en el comedor a su padre, al que besó en la calva amorosamente.
-Buenos días, querida. ¿Has dormido bien? -dijo, ofreciéndole asiento.
Ella declinó la invitación y se mantuvo de pie, frotándose nerviosamente las manos.
-Verás, papá, he tomado una decisión.
-Te escucho, fresita.
-Necesito disponer de la herencia de mamá. Sé que no soy mayor de edad y que no debiera tenerla tan pronto, pero considéralo mi regalo de cumpleaños.
-¡Oh, es cierto! Daremos la mejor fiesta de la ciudad. ¿Has pensado ya en los invitados? Bueno, lo mejor será que John se encargue de estas cosas.
-Papá, ¿me darás o no la herncia?
El hombre bajó la mirada y carraspeó:
-Bueno, Christine, no sé si será lo más conveniente.
-No siempre lo más conveniente es lo mejor -replicó amargamente, desviando la mirada.-Prometo que haré un buen uso de ella.
-Confío en que así será. Esta tarde firmaremos el traspaso de poderes. Ahora desayuna con tu viejo padre, que tanto te necesita.
Christine salió de casa cargando con un pequeñísimo bolso en cuanto recibió la herencia, alegando que había de hacer unas compras para su nuevo proyecto.
Fue ese el último día que la rica heredera de la familia Black pisó su hogar.
Dedicado a Lady Ginebra, que mañana se va de viaje.
Dedicado a Mae Lilien, que ya lo está.
Os echo de menos.

lunes, 7 de julio de 2008

Siete (I)

-Ya verá, señorita, va a ser la novia más guapa de la ciudad. ¡Qué digo la ciudad! Será la novia más guapa del país.
Christine rió, complacida. Miró el traje nupcial tendido sobre la cama y sonrió, pensando en Adrien, mientras la criada tensaba las cuerdas de su ropa interior.
-Apriétalo más, Marie; quiero que la cintura quede lo más marcada posible.
Obedeció y Christine boqueó ligeramente debido a la presión. Cuando la señorita estuvo satisfecha, Marie le ofreció la bata de raso.
-¡Fresita mía! -exclamó un hombre no muy alto y corpulento, abriendo la puerta del dormitorio de par en par.
-¡Papá!
Christine abrazó efusivamente a su padre y lo besó en la mejilla, justo antes de que él la cogiera de la mano y la hiciera girar sobre sí misma, al tiempo que ambos reían.
-Mi preciosa niña... ¡Estás radiante! ¡Absolutamente preciosa! Me alegro tanto de que hayas encontrado un hombre tan conveniente... Si te viera tu madre... Estaría tan orgullosa de ti -se secó una lagrimita invisible y abrazó a la muchacha.
-No exageres -dijo, riendo-, aún no me he puesto el vestido.-Tras un pequeño silencio, separándose y ladeando la cabeza, dijo: -Bueno, papá, has de irte. Aún queda mucho por hacer.
-Sí, hija, tienes razón. En un par de horas vendremos a buscarte. ¡Qué feliz soy! Si te viera tu madre...-exclamó al salir, acompañando sus palabras con grandes aspavientos.
Christine se sentó en el tocador y comenzó a empolvarse, mientras Marie le cepillaba el larguísimo cabello azabache.

Exactamente dos horas después, tal y como había anunciado el señor Black, llamaron a la puerta. Christine bajó las escaleras agarrada a la barandilla pulida, con la cabeza alta y la sonrisa triunfal, teniendo como telón de fondo los halagos de todo el servicio.

Salió del carruaje ayudada por su padre. Los presentes ahogaban exclamaciones de asombro a su paso. Su cara, semioculta por el velo de encaje, podía adivinarse blanca, pura, perfecta. Los ojos grises brillaban, llenos de felicidad. Los labios, rojísimos, se curvaban en una sonrisa cada vez que su mirada se cruzaba con la de algún invitado. Los susurros eran constantes aunque disimulados.
-Está realmente espectacular: parece un ángel. Incluso diría que irradia una luz especial -murmuró un invitado.
-Sí, sí -coincidió otra- cualquiera diría que sólo tiene catorce años.
-Si la viera su madre...¡Pobre mujer, tan joven y ya en el seno de Nuestro Señor! -lloriqueó una viejecilla.
-Ya se sabe; el que tiene un vicio...
-¡Calla, mujer, no seas cruel! Vamos, vamos -apremió el hombre-, es hora de entrar.
Toda la iglesia estaba adornada por orquídeas blancas por expreso deseo de la novia. El sol de abril se filtraba por entre las vidrieras, tiñendo los antiguos bancos con una luz casi mágica.
Christine giraba la cara a uno y otro lado, regalando sonrisas, cuando, al mirar al frente, un súbito desasosiego se apoderó de ella. En el lugar donde debería estar Adrien, su flamante prometido, sólo estaba el banco forrado de terciopelo.
-Papá-susurró, y su voz tomó un matiz de puro terror infantil-. Papá...¿Por qué no ha llegado ya Adrien?
El hombre salió de su ensimismamiento y miró hacia delante también.
-Tú tranquila, fresita. Seguramente haya tenido algún problema con el transporte. ¡No puedes fiarte de estos inventos tan modernos! Tú sólo sé paciente y espera. Llegará pronto.
Pero Adrien nunca llegó.

miércoles, 2 de julio de 2008

Dos.

Catherine abrió la puerta de mi dormitorio sin llamar y me encontró en el tocador blanquecino, mirando lánguidamente el espejo y cepillándome el largo cabello negro sin poner demasiada atención.
Su voz cantarina y aniñada me despertó de mi ensimismamiento y comenzamos a charlar animadamente de diversos temas. De súbito, la imperante necesidad de conocer el pasado de aquella extraña mujercita que me había sacado de la miseria más profunda acudió a mí y dije, dubitativa:
-Catherine...
Giró la cabeza hacia mí, observándome expectante desde el pequeño sillón de terciopelo.
-Me gustaría saber algo... ¿Cómo llegaste aquí? Si crees que es una pregunta del todo inadecuada, puedes, perfectamente, pedirme que no me meta en tus asuntos –me apresuré a añadir.

-Eres mi única amiga de verdad -dijo, encogiéndose de hombros, -no entiendo por qué no podría decírtelo. Mi madre está enferma.
-Me encantaría que detallaras algo más, querida.
Rió. -¿De verdad quieres oírlo? No es una historia para nada interesante...
Me levanté del taburete y me tiré sobre la cama, cigarrillo en mano, preparada para escucharla.
-Adelante.
"Verás. Mis padres se casaron muy jóvenes. Poseían una casa solariega, grande, aunque no demasiado bonita, y algunas tierras de labranza. Pronto decidieron que aquellas tierras eran demasiado extensas para ellos solos y no podían permitirse contratar más campesinos. ¿Qué mejor que tener hijos y que ellos sirvieran de mano de obra barata, cualificada y absolutamente dependiente? Soy la mayor de seis hermanos. Estoy absolutamente segura de que hubiéramos sido muchos más de no ser porque la tuberculosis llamó a nuestra puerta. Madre empezó a sentirse cansada continuamente. Cuando la fiebre se hizo altísima, no tuvo más remedio que dejar la vida en el campo y pasar al reposo casi absoluto. Padre y yo, especialmente yo, nos hicimos cargo de ella. Parecía mejorar, incluso los sudores fríos de cada noche remitían, hasta que llegó lo peor: un día, sin previo aviso, tosió sangre. ¡Sangre, Victoria! –Tomó aire.- Y desde ese momento siempre estaba deprimida, apenas comía y sólo aceptaba la compañía de mi hermana más pequeña. Lloraba continuamente, como si la fría mano de la Muerte la oprimiera. Nos vimos obligados a llamar al médico. Le recetó unos medicamentos que no nos podíamos permitir; pero, esa misma noche, Padre decidió que yo debería partir de inmediato hacia la ciudad y buscar una casa en la que servir. Y así fue, una familia noble me compró como criada. Tenía algo menos de once años y ninguna experiencia. Los gritos eran constantes y pronto se convirtieron en golpes. Me escapé de allí. No sé ni cómo ni de dónde saqué fuerzas para hacerlo, pero una noche hice un hatillo con mis escasísimas pertenencias y corrí hasta no poder más. Madame Black me encontró, como te encontré yo un día, y me acogió. Al principio sólo hacía tareas del servicio, pero, cuando crecí un poco más, me convirtió en una de sus chicas. Dicen que tenía mucha demanda – reímos.- Todo el dinero que ganaba se lo mandaba a mis padres. Ahora, desde que Madre está casi curada, siempre guardo una pequeña parte, para cuando salga de aquí –sus ojos tomaron un brillo soñador.- Recuerdo cuánto miedo le tenía a todo el mundo… -suspiró y se revolvió en el sillón.- Antoine hizo que las cosas fueran mucho más fáciles para mí. El resto, desde que llegaste, es de sobra conocido. Gracias a ti vivo una especie de época dorada de mi vida." ¡Si es que te quiero mucho, bobita! –corrió, riendo, y se tiró encima mía.
-Sabes que es mutuo, pequeña flor. No sé qué sería de mi vida sin ti. Gracias… Por todo.

martes, 24 de junio de 2008

Veintinueve.

Años atrás, siendo pequeña, decidí que mi mayor objetivo en la vida era ser feliz. O, al menos, todo lo feliz que mi clase social me lo permitiera.
A la tierna edad de diez años, no había en mí el mínimo atisbo de rebeldía. Soñaba con casarme de blanco, virgen, con el hombre que mi padre hubiera elegido para mí. A pesar de que no sabía muy bien en qué consistía la noche de bodas, supuse que en ese entonces quedaría encinta del que sería nuestro primogénito, un precioso varón que se llamaría como su padre y heredaría los mejores rasgos de ambos. Después vendrían más embarazos, seguramente niñas, a las que prometería desde el nacimiento con los hijos de las mejores familias de la ciudad.
Sí, a ellas las enseñaría a ser unas perfectas y recatadas señoritas burguesas, cuyas únicas preocupaciones serían supervisar la educación de la prole y cuidar al marido.
Y él sería todo un hombre, dedicado a los negocios, con la suficiente autoridad como para dirigir y sacar adelante a toda una familia.
Todas mis ilusiones se truncaron exactamente tres años después.
Entonces, coincidiendo con mi llegada a La Vipère Noire, mi mayor objetivo cambió. Ni siquiera me planteaba alcanzar la felicidad; rezaba cada día por que al siguiente siguiera viva, bajo techo y con algo que llevarme a la boca.
Cuando conocí a Edouard, y no me refiero a conocer carnalmente –porque así podría decirse que conozco a infinidad de hombres- sino a su ser, a la personalidad que encerraba aquella máscara de hipocresía, rocé con la punta de los dedos esa felicidad antaño tan ansiada. Estar con él era sentir que yo era la Victoria de apenas una década, que aquel hombre bello era el prometido que mi padre había elegido. Y aquel futuro de hijos y monotonía azucarada se había convertido en una realidad palpable y plausible.
Y, sin embargo, pronto, muy pronto, supe que con él jamás llegaría a ser feliz. Nunca dejaría de verme como a una zorra: su zorra, en la que más se había gastado, a la que más noches había poseído, con la que había comenzado su andadura sexual.
Pero nunca podría ver en mí la esposa a la que dedicara su vida, la madre de sus hijos, su futuro.
Me siento estúpida, tanto como las heroínas de novelas románticas que tanto le gustaban a Catherine, cada vez que, en el fondo de mi ser, reconozco que hubiera hecho absolutamente cualquier cosa por él. Sólo tendría que haber dejado salir de aquellos maravillosos labios el más nimio de sus deseos y yo lo hubiera cumplido.
Dudé muchas, muchísimas, veces de que este sentimiento que me corrompía fuera algo más que puro deseo. Sigo dudándolo, transcurridos los años. Pero él sigue ahí, aunque Edouard no siempre esté, aunque jure mil veces odiarle.

lunes, 23 de junio de 2008

Veintitrés.

Adèle no era especialmente hermosa. Sus ojos eran del marrón más común; su cara no era pálida, como exigían los cánones de belleza, sino que presentaba un suave tono moreno; su cabello era castaño oscuro, lacio y sin demasiado brillo. Sin embargo, emanaba un encanto especial que la hacía completamente irresistible a cualquier hombre.
Aquel día comenzó sin ninguna novedad para ella. Ordenó la habitación, que no compartía con nadie por su veteranía, ordenó el salón y preparó café para todas sus compañeras.
La noche llegó, y con ella los primeros clientes. Y allí lo vio, tan engalanado como los demás, con aquel aire soberbio de los altos burgueses. Se acercó a él: tomaron unas copas, charlaron durante horas. No se preocupó demasiado por ofrecerle sus servicios, y él tampoco parecía tener ninguna prisa por demandarlos.
El alcohol se le subió a la cabeza con rapidez, a pesar de estar tan acostumbrada a su ingesta. Aquel hombre, que no se presentó, comenzó a besarla y a toquetearla, y ella se dejó hacer. Pronto él le pidió un lugar más íntimo y ella lo llevó gustosa a su habitación, entre risas y trompicones.
-Anda, cierra la puerta con llave: no quiero que nos molesten - dijo, situado detrás de ella, acariciándole los hombros y desabrochando el corsé.
-Nadie va a molestarnos -rió ella.
-Hazlo.
Su tono de voz no admitía réplica. Adéle obedeció, sintiendo un escalofrío de terror recorrer su espalda. En el último momento, dejó de girar la llave, dejando la puerta semiabierta.
La desnudó entera, aun cuando él ni siquiera se había desprendido de su chaqueta de tweed. Adéle empezó a desconfiar de aquel extraño hombre cuyo nombre no conocía.
-Túmbate. Quiero que te masturbes para mí.
-¿Cómo? ¿No preferirías hacerlo tú?
-No. Hazlo. Y no cuestiones mis órdenes.
Ella se tumbó, sorprendida por tal petición. Turbada, comenzó a acariciarse el clítoris con una mano y, transcurrido un rato, introdujo varios dedos de la otra en su vagina. Gemía e incluso lanzaba algún que otro gritito con el fin de aumentar su excitación, pero él la miraba fijamente, impasible. Cuando hubo acabado, él se recostó sobre el sillón que había colocado frente a ella para observarla con mayor comodidad y giró la cabeza, con un ademán entre el aburrimiento y la meditación.
Súbitamente, se levantó y cogió dos cintas de tela que colagaban sobre el espejo del tocador. Se dirigió a ella y le agarró fuertemente una muñeca. Se la ató al cabecero de la cama con un nudo doble, y repitió la operación en el lado derecho. Adéle no fue capaz de articular palabra. Sentía un auténtico pavor: no estaba acostumbrada a la sumisión total; otras chicas eran especialistas en esa práctica, pero ella no.
Él la miró de arriba a abajo y sonrió malévolamente. Encendió un cigarrillo, dio un par de caladas y, sin previo aviso, comenzó a quemar la suave piel de Adèle. Ella empezó a patalear, pero él se subió rápidamente encima suya y su fuerza le aplastó las piernas contra el colchón. Gritó con todas sus fuerzas, pero el dolor seguía y él cada vez parecía excitarse más y más. Lloró, sumida en la desesperación, deseando con todas sus fuerzas que alguien la salvara de ese tormento.
Él se acercó a ella, jadeando, y le susurró al oído:
-¿Para qué te esfuerzas? La puerta está cerrada; nadie va a rescatarte. Eres mía. Puedo poseerte de la manera que más me apetezca...
Buscó entre sus bolsillos y sacó una pequeña navaja suiza de plata. Adéle, horrorizada, chilló aún con más fuerza. Y, de pronto, como una luz, Mousse acudió a su mente. Si tenía alguna posibilidad, vendría de la mano del robusto camarero. Lo llamó a voz en grito tantas veces como pudo, mientras el filo de la navaja se iba acercando más a su carne. El primer corte, alrededor del pecho, fue profundo y especialmente doloroso. No pudo gritar más, ya que la desesperación anegó su garganta y evitó la salida de sonido alguno. Pequeños cortes siguieron al primero, en diferentes puntos de su piel. Adèle veía la sangre correr, formando pequeños riachuelos abriéndose paso a través de su cuerpo, y se sintió desfallecer.
Nunca supo cuánto duro aquello. Sólo recordó, entre la paulatina pérdida del sentido, el sonido de una botella de cristal hacerse añicos sobre algo; el rostro negro de Mousse contraído en una mueca de dolor y sus brazos fuertes transportándola hacia algún otro lugar; la aguja cosiendo la carne; los gritos y reprimendas de Madame Black...

domingo, 22 de junio de 2008

Veintidós.

Edouard pareció conforme con la decisión. Le agarré suavemente del brazo derecho y le conduje a través del oscuro pasillo, en el que de las puertas situadas a ambos lados surgían gritos y gemidos de la más variada índole. Podía notar su nerviosismo mal disimulado tras una apariencia de altivez y seguridad en sí mismo.
Al fin llegamos a mi habitación. Saqué la pequeña llave de metal del pecho de mi corsé y abrí, empujando ligeramente con el hombro para que cediera. Por suerte, Françoise no había dejado su desastre habitual y todo estaba sorprendentemente en orden.
-Cierra la puerta, por favor -pedí, mientras encendía con una cerilla algunas velas. -¿Quieres algo de beber? ¿Un whisky, quizá?
Se acercó a mí y me besó con violencia, tirándome contra la cama. Intenté zafarme de él, pero todo su peso caía sobre mí, mientras se movía furiosa y descontroladamente. Me agarró del pelo y me susurró al oído:

-¿No es esto lo que se supone que he de hacer?
Conseguí apartarlo de mí a base de empujones y me incorporé, atusándome el pelo y poniendo el corsé en su sitio. Le miré de reojo, arqueando la ceja izquierda y levantando ligeramente el labio superior en un ademán de profundo desprecio.
-¿Crees que el hecho de tu padre haya pagado tan desorbitada cifra por hacer de ti un hombre te permite tratarme como si fuera una cualquiera?
-Eres una cualquiera -espetó, arrastrando cada sílaba.
-No te confundas, Monsieur. Soy la mejor, que no te quepa la menor duda de ello. Y ahora bien, podemos pasarnos toda la noche divagando acerca de la calidad de las diferentes prostitutas, pero me pagan por desvirgarte y es lo que pienso hacer.
Edouard sonrió, entre sorprendido y complacido. No estaba acostumbrado a las mujeres con carácter y se sintió inmediatamente atraído por ella más allá del evidente deseo físico. Si al menos Marie, pensó, no se dejara llevar tanto por la opinión de los demás...
Cuando quiso darse cuenta, yo ya estaba a horcajadas sobre él, desabrochando los botones del chaleco de seda beige, mientras le mordía y lamía lujuriosamente el cuello. Empezó a desatar con infinita torpeza el corsé negro que me cubría. Una vez desnuda, me apretó contra él, sintiendo su pecho subir y bajar agitadamente por la excitación. Con un súbito movimiento, se puso de pie, llevádome con él. Me arrancó la mínima falda de tul, decidido a llevar las riendas de la situación, pero me adelanté.
-No, Monsieur, así no. Yo -dije, poniendo especial énfasis -te haré un hombre. No intentes, por tanto, ser el macho dominante.
Después de una lucha pasional de la que ambos resultamos totalmente desnudos, piel contra piel, comenzó el juego. Volví a mi posición primitiva sobre él, con la única idea en mente de hacer que en el pensamiento de Edouard no hubiera otra cosa que mi cuerpo contra el suyo y mis labios acariciando su piel. Y más aún, ambicionaba convertirme en su favorita, la única a la que deseara, incluso por encima de cuantas otras hubiera en su vida.
El orgasmo llegó, antes para él que para mí, a pesar de todas las dificultades, a pesar de su inexperiencia, a pesar de sus movimientos cortos y frenéticos que se oponían a mis movimientos largos y profundos con las caderas.
-Déjate llevar -dije entre gemidos. -No olvides quién es el dominado en este juego.
Una intensa sensación de placer que le recorrió desde la nuca hasta el final de la espalda marcó el final. Exhausto, se dejó caer contra las sábanas.
-Eh, no seas egoísta... Yo aún no he terminado...
Gemí más fuerte y eso pareció excitarle. Me hizo acabar y, cuando me separé de él, quiso abrazarme, pero salté de la cama y me puse la bata de seda lila.
-¿Por qué no te quedas aquí conmigo un rato?
-Monsieur, -reí - a mí sólo me han pagado por los servicios sexuales, no para que te acune hasta que te duermas. Si quieres más, vuelve en otra ocasión con más billetes y haremos cuanto quieras.
Se levantó, aún desnudo, y me cogió de la muñeca. -Quiero que seas mía.
-Yo sólo tengo un dueño. Es una mujer y se llama Madame Black.
-Serás mía.
Ojalá fuera cierto, pensé con cierta amargura.

sábado, 21 de junio de 2008

Veintiuno.

Cuando lo vi entrar, no pude sino sorprenderme. Era bello. Nunca pensé que pudiera utilizar ese adjetivo en un hombre, pero no había otro más preciso para describirlo. Sus facciones, finísimas, parecían estar talladas sobre el mármol más puro. Sus ojos, aunque ligeramente hundidos, eran de un verde claro y luminoso; su boca era pequeña, formada por unos labios carnosos y rosados que invitaban a ser besados.
La llama del deseo ardió en mi interior al instante. No era usual ver hombres así en el burdel, y mucho menos cuya edad no superara la mía propia.
Venía acompañado de su padre, uno de los hombres más ricos e influyentes de la región, de poblado bigote entrecano y oronda panza producto de la edad y la ingesta indiscriminada de alcohol y grasa.

-Hola, preciosas. ¿Dónde está la señora Black?
Françoise se levantó al instante, como movida por un resorte, y se acercó a ellos, moviendo las caderas en un intento de parecer más sensual. Tenía la vista fija en el joven recién llegado, con la lujuria ardiendo en sus ojos castaños.
-La Madame volverá dentro de un rato... Mientras, yo misma podría serviros de compañía. A ambos.
Théodore Decroix miró de arriba a abajo a la prostituta y sonrió complacido.
-Quizá otra noche, querida. ¿Dónde está la señora Black? Es muy importante que hable con ella.
Madame Black salió de su habitación ataviada con un precioso vestido negro de noche que le dejaba los hombros al descubierto. Sonrió y saludó a todos los presentes desprendiendo encanto.
-¡Théo! Qué alegría que hayas venido. Ya te echábamos de menos por aquí- le besó suavemente en los labios y le guió un ojo como muestra de complicidad. -Vaya, ¿es este tu hijo? He de decir que ha heredado la belleza de su madre. ¿Cuál es tu nombre, hombrecito? -dijo mirándolo detenidamente.
-Edouard Decroix, señora, para servirla -le cogió la mano y se la besó, cortés pero altivo.
-Y ha heredado tu exquisito comportamiento con las mujeres. Encantada de conocerte, querido.
-Verás, mi pequeña flor, he traído a Edouard para que la mejor de tus chicas le convierta en todo un hombre.
Madame Black rió y se pellizcó suavemente la barbilla, echando un vistazo a todo el salón. Supe, antes de que lo dijera, que yo sería la elegida, y una sensación extraña, similar a miles de mariposas revoloteando en mi estómago, me inundó por entero. Fijó la mirada en Françoise, y ella sonrió, triunfal, y se acercó con la total intención de llevarse a Edouard a nuestra habitación.
-Françoise...
-¿Sí, Madame?
-Esta noche atenderás a los clientes en la habitación de Adèle, ya que ella se ha visto obligada a cuidar de su madre enferma. Victoria...-dijo, volviendo la cabeza hacia mí, - ¿me harás el favor de dejar el listón de La Vipère bien alto con el señor Decroix?
-No lo dudes, Madame.



viernes, 20 de junio de 2008

Veinte.

Llegamos a La Vipère Noire después de una caminata no excesivamente extensa, en la que Catherine me habló ininterrumpidamente del lugar y sus extraños moradores.
Madame Black se paró frente a la fachada de una casa solariega, pintada de rosa pálido. Sacó una gran llave de plata del pequeño bolso de fiesta verde esmeralda a juego con su vestido y nos hizo pasar a través del quicio de la puerta de madera tallada.
Nos recibió una entrada rectangular, iluminada únicamente por la tenue luz de las lámparas de gas e impregnada de un aroma dulzón. Un par de muebles de ébano contrastaban con las paredes de damasco y la moqueta burdeos que cubrían la estancia.

Mi nueva dueña se adentró por la puerta del fondo y Catherine la siguió, dócil, arrastrándome con ella. Los pasillos estaban forrados de la misma manera que la entrada y se me antojaron eternos, inacabables.
Por fin llegamos al lugar donde se desarrollaría gran parte de mi vida. Amplia, luminosa, lujosa. El piano, situado al fondo, tenía a cada lado dos puertas de madera azabache y tosca. La barra del bar estaba regentada por un hombre de color, alto, corpulento y sorprendentemente atractivo. Sus ojos negros se clavaron en mí durante unos segundos, analizándome, y después volvieron a su tarea. Poco después supe que era llamado por todos Mousse y sólo la Madame conocía su verdadero nombre.
De esas puertas salió el que con el transcurso de los meses se convertiría en el hermano mayor que nunca tuve. Su cabello, de una viva tonalidad anaranjada, centelleaba bajo la trémula luz del ambiente. Su piel pálida brillaba, quién sabe si del sudor tras acabar el acto sexual o de algún cosmético hidratante altamente graso. Su pecho estaba desnudo y sólo una especie de calzones blancos cubrían su entrepierna. Caminó, estola al cuello, hacia el lugar donde estábamos paradas moviendo exageradamente las caderas, sin dejar de sonreír.
-¡Ay, Madame! ¿Quién es esta preciosidad que nos has traído? Deja que te vea, querida...-me hizo dar una vuelta completa sobre mí misma; alborotó mis cabellos; inspeccionó mi rostro; palpó mis senos y mi trasero sin ningún tipo de consideración. -Bueno...-dijo una vez acabado el reconocimiento- no tiene unos grandes atributos. Pero tú dale un añito o dos más y ya verás, ¡esta se nos convierte en la reina del lugar!
Madame Black sonrió y aquel extravagante sujeto se dirigió a la barra, donde besó apasionada y sonoramente a Mousse.
-No te preocupes -me susurró Catherine -Antoine siempre hace eso con las nuevas.

jueves, 19 de junio de 2008

Diecinueve.

Si lo que cuenta es la primera impresión, he de decir que fue mala desde el principio. Sus ojos marrones me recorrieron de arriba a abajo, delirantes, ansiosos, llenos de un rencor supremo y descontrolado. Su cuerpo enjuto y desgarbado se encogió en un ademán de desagrado cuando pasé a su lado para dirigirme a la habitación, que, desgraciadamente, compartiría con ella.
Las cosas no mejoraron cuando las palabras salieron de su boca. Como el más burdo veneno, su saludo fue:
-¿Tú eres la hija del comendador, no?
La miré de reojo, más preocupada de acondicionar el camastro en el que dormiría y posiblemente atendería a los clientes de ahora en adelante, y no contesté.
-¿Qué pasa? ¿En tu casa no te han enseñado buenos modales? -farfulló, con una agudísima risa burlona.
-Siempre me han dicho que no debo hablar con las paredes. Suele estar mal visto.
Salí de la alcoba sin preocuparme lo más mínimo por mi compañera. Segundos después, cuando su pequeño cerebro procesó la información, corrió tras de mí, gritando improperios a diestro y siniestro, completamente ofendida.
-¡Furcia! ¿Piensas que por haber nacido con apellido y dote puedes creerte la reina de Saba? ¡Todo el mundo sabe por qué estás aquí; todos saben que tu mayor afición son los hombres casados que te triplican la edad!
La bofetada resonó por todo el salón. Las pocas personas que pululaban por allí, bien dedicándose a sus tareas diarias, bien divirtiéndose o acicalándose, giraron instantáneamente sus cabezas para mirarnos.

Desde entonces, aquella bastarda, de nombre Françoise, decidió que su vida miserable debía verse satisfecha por algún pequeño capricho. Y qué mejor que hacerle pasar a la novata, con sus aires de niña insolente y malcriada, un infierno mayor al que ardía en su fuero interno.
Pero aquella pobre ingenua no sabía lo que era el Infierno, ni lo que mis palabras serían capaces de hacerle a su débil mente.

miércoles, 18 de junio de 2008

Dieciocho.

-No es más que una niña.
Madame Black pasó sus largos y finos dedos por mi pálido rostro, ahora ennegrecido por la suciedad imperante en los suburbios de la ciudad por los que había vagado durante días. Me tomó de la barbilla con cuidado y me obligó a mirarla a los ojos. Casi tuve ganas de reír cuando descubrí que aquella que osaba cuestionar mi edad no habría nacido más que un par o quizá tres años antes que yo. Y, sin embargo, desprendía madurez por cada poro de su piel, además de un aura de frialdad que me cautivó instantáneamente. Sonreí con cierta altivez, como había aprendido de mi padre que debían hacer las personas de mi clase, y Madame Black sonrió a su vez, con cierta ironía.

-Y demasiado orgullosa para ser una simple huérfana. No nos sirve. -y dicho esto, se dispuso a alejarse, meciendo su larga melena negra al compás del viento frío que había comenzado a soplar.
-¡Pero... Madame, no puedes dejarla aquí! Yo... -dijo Catherine, de mirada infantil y cuerpo desarrollado al extremo, pasándome un brazo por los hombros- ¡necesito compañía, Madame!
La bella muchacha se giró pausadamente, como si necesitara calmarse antes de dar una respuesta. Frunció el ceño, y pensé, divertida, que con esa expresión no parecía más que una adolescente enfurruñada por no haber conseguido su propósito. Su voz tomó un matiz de absoluto desprecio cuando dijo:
-¿Acaso no tienes bastante compañía con los demás, que te cuidan y protegen casi con su vida? Pequeña furcia desagradecida...
Pero a Catherine ese comentario no pareció importarle y siguió insistiendo hasta que Madame Black, harta de escuchar la sarta de argumentos que salían de su boca, me aceptó entre sus chicas.
-Pero no creas -dijo, fijando la vista en mí- que gozarás de algún privilegio en mi salón. No me importa lo más mínimo lo cara que fue la cuna que te arrulló.
-Cualquier cosa es mejor que vagar por entre la inmundicia.
Madame Black sonrió misteriosamente, a medio camino entre el sarcasmo y la complacencia. Se giró y caminó despacio, instándonos a seguirla.
Catherine me agarró de la mano y me obligó a andar hacia delante.
Aquel día supuso el comienzo de una amistad que aún continúa.
Aquel día supuso el comienzo de una espiral de depravación y vicio de la que jamás saldré.

martes, 17 de junio de 2008

Diecisiete.

Hace hoy exactamente tres años que llegué a La Vipère Noire. Exactamente tres años desde que Madame Black me acogió en su seno tras ser abandonada a mi suerte por una de las familias más influyentes y poderosas de la ciudad.
Aplasté el cigarrillo contra el cenicero de cristal y me recosté en el sillón de terciopelo rojo. La rabia volvió a inundarme, como cada aniversario. Lloraría si pudiera, creedme, pero hace tiempo que aprendí, a base de duros golpes, que las lágrimas no tienen cabida en un lugar como este.
El recuerdo de mi padre afloró en mi memoria, contaminándola. Aquel ser despreciable había permitido que una niña apenas desarrollada fuera ultrajada y vejada de semejante forma...
Arañé con violencia la piel de mis brazos, notando poco a poco la sangre caliente manar por entre mis dedos. Oí, entre los ecos de mi delirio, unos pasos acercándose apresuradamente.
-¡Victoria! ¡Victoria, detente!
Chillé y pataleé cuanto pude en el momento en que un par de manos de hombre me asieron suavemente aunque con firmeza. Una figura alta y de magníficas proporciones anduvo hacia nosotros, anudándose con elegancia la bata de seda aguamarina que cubría su cuerpo semidesnudo.
-¿Otra vez, petite Victoire? -susurró, acariciando mi pelo con infinita dulzura. -No debes preocuparte por el pasado, querida. Nosotros, -dijo, señalando a la decena de rostros, tanto femeninos como masculinos, que habían acudido alarmados por el estruendo - somos tu única y verdadera familia. ¿Lo sabes, verdad?
Despació, mis labios se tornaron en una sonrisa y asentí. Madame Black ordenó a los demás que volvieran a sus ocupaciones y, después de ofrecerse a quedarse conmigo y ser rechazada, volvió a su habitación, situada tras el pasillo enmoquetado.
Candice curó mis heridas, pero ni siquiera le presté atención; cuando terminó, un simple y seco 'gracias' salió de mis labios.
Me levanté del sillón y me dirigí a mi habitación. Los clientes comenzarían a llegar en apenas una hora y debía estar lista.
Feliz aniversario, querido hogar.